Es un local anclado entre dos bloques de pisos barceloneses, en el
corazón de Gràcia. La Sala Beckett se esconde tras unas puertas negras, nada
pesadas. Unos escalones, un bar, tonos verdosos, un par de mesas, sillas de
armadura de hierro y asiento de plástico. La entrada al espectáculo se lleva a
cabo por una puerta a la derecha, un tanto camuflada. Nos piden la entrada, un
papelito blanco. La taquilla es invertida: primero vemos, luego decidimos
cuánto dinero merece.
Decían Max Grosse y Rémi Pradère que si bien teniendo en mente Revolutionary Road, de Sam Mendes,
aquello ni era Hollywood ni eran los 60. Así que en el escenario, cinco focos
de luz, cinco espacios: una barra, dos mesas, una butaca y un árbol.
Bienvenidos a Ca’n Uwe.
Hay seis actores sobre el suelo negro. Estáticos. Pasan cosas. Los
focos se iluminan de golpe, ciegan al público, suena un estruendo de guitarras,
batería y demás instrumentos y empiezan a pelearse. Todo tan real, todo tan
repentino. Todo tan agresivo, tan inesperado, tan milimetradamente improvisado.
Cambio de música. Se para el tiempo, ralentizados los actores. Einen
letzten Kuss. Un último beso. Y
sin embargo es el primero.
El teatro berlinés Volksbühne am Rosa-Luxemburg-Platz tiene un
proyecto pedagógico llamado P14. Vanessa Unzalu-Troya es la coordinadora del
mismo, un espacio de teatro joven dedicado a todo aquel mayor de 14 años que
quiera hacer al teatro. Max Grosse y Rémi Pradère forman parte del mismo, han
participado en varios de sus proyectos y llegado el momento, decidieron
desmarcarse y hacer su propio teatro. Vanessa dijo sí, y este es el resultado.
El hilo conductor de la obra dirigida por Pradère y escrita a dos
manos con Grosse es el amor. Un amor de ahora, un amor de bar, cercado por
copas de whisky, rosas pisoteadas, tablets de tamaños descomunales y gotas de
saliva. Es un drama que va más allá del entrelazarse de los protagonistas, es
una reflexión en voz alta, y cada detalle está pensado y muy bien pensado.
Ella sabe bailar, tiene unos preciosos ojos claros, viste de
blanco y un sombrero negro. Es fina. Él viste de negro, lleva una coleta y unos
zapatos blancos. Són Marlene Knobloch y Max Grosse, y se enamoran pero que muy
bien.
Emocionante, vibrante, ¿pasteloso al principio, quizá? No lo creo.
Las primeras miradas son traicioneras, aparece Marie Rozoum con su cesta de
rosas rojas, nace una cosa indescriptible, Marlene y Max se cambian de mesa y
Fanny Wehner, vestida de negro y rojo, se levanta, grita, maldice. También ella
es preciosa, tiene un rostro dulce, pero una mirada helada, punzante. Lleva
guantes negros y tacones. Resuenan sus pasos como lo hace su voz, como lo hace
su risa. Es mala.
Se va descubriendo a los personajes poco a poco, a ritmo de frase
en alemán y subtítulo proyectado en el fondo negro de la sala. Bendito
subtítulo: salvada así maravillosamente la barrera de la lengua, que podría
parecer infranqueable. El alemán es una
lengua agresiva, violenta, dura como lo es La
roulotte (Der Wohnwagen). Un teatro pasional poco común. Es la plasmación
de los sentimientos más instintivos, representados a través de rostros jóvenes
cuya interpretación es perfecta. És vivir (wohnen)
y atrevirse (wagen).
Se diferencia el carácter de cada uno a cada paso. Marie Rozoum es
dulce, un tanto débil, un tanto humo, un tanto montaña rusa. Calla, luego
lamenta, luego habla sobre el amor a través de la metáfora del gris. Del negro.
Del blanco. Del negro que viste Grosse. Del blanco que viste Knobloch.
Uwe (Julius Brawer) es el dueño del bar. Tiene tatuajes de
rotulador, una melena rubia y unas gafas negras. Está loco. Y qué locura tan
bien hecha: se le ha caído una botella al suelo, se ha roto, y nadie se percata
de que algo fue mal y eso no estaba previsto. Pero es un poco más tarde cuando
el espectador, amenizado por unos subtítulos que ya no traducen las palabras
dichas en la dura lengua germánica, sabrá hasta qué punto llegan las dotes de
improvisación de este joven lánguido y de apariencia frágil.
Sublime también David Thibaut, con su doble personalidad sobre el
escenario, criticando el hipster
post-moderno a través de casi un esperpento, y luego gritando y gruñendo y arrastrando las palabras como los
pies mientras lleva unos cuernos rojos entre sus rizos. Eualiptus.
La escenografía de Katharina Grosch, el vestuario de Franziska
Schmittlein y la iluminación de Leander Hagen son la armonía perfecta en la
Sala Beckett este frío sábado en Barcelona. Cambios de luz, focos dirigidos. A
veces a Fanny Wehner sólo se le ven los labios rojos y la nariz aguda… Y
mientras tanto, la barra, el árbol, la butaca, las mesas. Conjunto perfecto para
dibujar una parte de la sociedad. La joven, la que baila, la que regala rosas e
invita a cafés. Cuando no es muy caro. Berlín y Barcelona en paralelismo a
través de la traducción de Grosse de los subtítulos.
Entonces los focos se dirigen de nuevo al público. Lo ciegan.
Suena ese estruendo del principio y todos se pelean. Aprovechan bien el
espacio. Caen al suelo. Se levantan. Escupen. Se para el tiempo.
Einen
letzten Kuss. Ein zweiter letzten Kuss. Ein dritten letzten Kuss.
Y negro.
Artículo publicado en El Corso el pasado 25 de enero: http://elcorso.es/critica-de-la-roulotte-atreverse-a-vivir/
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