domingo, 8 de febrero de 2015

Atreverse a vivir

Es un local anclado entre dos bloques de pisos barceloneses, en el corazón de Gràcia. La Sala Beckett se esconde tras unas puertas negras, nada pesadas. Unos escalones, un bar, tonos verdosos, un par de mesas, sillas de armadura de hierro y asiento de plástico. La entrada al espectáculo se lleva a cabo por una puerta a la derecha, un tanto camuflada. Nos piden la entrada, un papelito blanco. La taquilla es invertida: primero vemos, luego decidimos cuánto dinero merece.

Decían Max Grosse y Rémi Pradère que si bien teniendo en mente Revolutionary Road, de Sam Mendes, aquello ni era Hollywood ni eran los 60. Así que en el escenario, cinco focos de luz, cinco espacios: una barra, dos mesas, una butaca y un árbol. Bienvenidos a Ca’n Uwe.

Hay seis actores sobre el suelo negro. Estáticos. Pasan cosas. Los focos se iluminan de golpe, ciegan al público, suena un estruendo de guitarras, batería y demás instrumentos y empiezan a pelearse. Todo tan real, todo tan repentino. Todo tan agresivo, tan inesperado, tan milimetradamente improvisado.

Cambio de música. Se para el tiempo, ralentizados los actores. Einen letzten Kuss. Un último beso. Y sin embargo es el primero.

El teatro berlinés Volksbühne am Rosa-Luxemburg-Platz tiene un proyecto pedagógico llamado P14. Vanessa Unzalu-Troya es la coordinadora del mismo, un espacio de teatro joven dedicado a todo aquel mayor de 14 años que quiera hacer al teatro. Max Grosse y Rémi Pradère forman parte del mismo, han participado en varios de sus proyectos y llegado el momento, decidieron desmarcarse y hacer su propio teatro. Vanessa dijo sí, y este es el resultado.

El hilo conductor de la obra dirigida por Pradère y escrita a dos manos con Grosse es el amor. Un amor de ahora, un amor de bar, cercado por copas de whisky, rosas pisoteadas, tablets de tamaños descomunales y gotas de saliva. Es un drama que va más allá del entrelazarse de los protagonistas, es una reflexión en voz alta, y cada detalle está pensado y muy bien pensado.

Ella sabe bailar, tiene unos preciosos ojos claros, viste de blanco y un sombrero negro. Es fina. Él viste de negro, lleva una coleta y unos zapatos blancos. Són Marlene Knobloch y Max Grosse, y se enamoran pero que muy bien.

Emocionante, vibrante, ¿pasteloso al principio, quizá? No lo creo. Las primeras miradas son traicioneras, aparece Marie Rozoum con su cesta de rosas rojas, nace una cosa indescriptible, Marlene y Max se cambian de mesa y Fanny Wehner, vestida de negro y rojo, se levanta, grita, maldice. También ella es preciosa, tiene un rostro dulce, pero una mirada helada, punzante. Lleva guantes negros y tacones. Resuenan sus pasos como lo hace su voz, como lo hace su risa. Es mala.

Se va descubriendo a los personajes poco a poco, a ritmo de frase en alemán y subtítulo proyectado en el fondo negro de la sala. Bendito subtítulo: salvada así maravillosamente la barrera de la lengua, que podría parecer infranqueable.  El alemán es una lengua agresiva, violenta, dura como lo es La roulotte (Der Wohnwagen). Un teatro pasional poco común. Es la plasmación de los sentimientos más instintivos, representados a través de rostros jóvenes cuya interpretación es perfecta. És vivir (wohnen) y atrevirse (wagen).

Se diferencia el carácter de cada uno a cada paso. Marie Rozoum es dulce, un tanto débil, un tanto humo, un tanto montaña rusa. Calla, luego lamenta, luego habla sobre el amor a través de la metáfora del gris. Del negro. Del blanco. Del negro que viste Grosse. Del blanco que viste Knobloch.

Uwe (Julius Brawer) es el dueño del bar. Tiene tatuajes de rotulador, una melena rubia y unas gafas negras. Está loco. Y qué locura tan bien hecha: se le ha caído una botella al suelo, se ha roto, y nadie se percata de que algo fue mal y eso no estaba previsto. Pero es un poco más tarde cuando el espectador, amenizado por unos subtítulos que ya no traducen las palabras dichas en la dura lengua germánica, sabrá hasta qué punto llegan las dotes de improvisación de este joven lánguido y de apariencia frágil.

Sublime también David Thibaut, con su doble personalidad sobre el escenario, criticando el hipster post-moderno a través de casi un esperpento, y luego gritando y gruñendo y arrastrando las palabras como los pies mientras lleva unos cuernos rojos entre sus rizos. Eualiptus.

La escenografía de Katharina Grosch, el vestuario de Franziska Schmittlein y la iluminación de Leander Hagen son la armonía perfecta en la Sala Beckett este frío sábado en Barcelona. Cambios de luz, focos dirigidos. A veces a Fanny Wehner sólo se le ven los labios rojos y la nariz aguda… Y mientras tanto, la barra, el árbol, la butaca, las mesas. Conjunto perfecto para dibujar una parte de la sociedad. La joven, la que baila, la que regala rosas e invita a cafés. Cuando no es muy caro. Berlín y Barcelona en paralelismo a través de la traducción de Grosse de los subtítulos.

Entonces los focos se dirigen de nuevo al público. Lo ciegan. Suena ese estruendo del principio y todos se pelean. Aprovechan bien el espacio. Caen al suelo. Se levantan. Escupen. Se para el tiempo.

Einen letzten Kuss. Ein zweiter letzten Kuss. Ein dritten letzten Kuss.

Y negro.



Artículo publicado en El Corso el pasado 25 de enero: http://elcorso.es/critica-de-la-roulotte-atreverse-a-vivir/ 

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