domingo, 15 de septiembre de 2013

El silencio

En un perpetuo cambio, el paso estático del tiempo es un concepto que suena a utopía. En el subconsciente del ser humano, condenado él mismo al cambio, se manifiestan síntomas de una debilidad por la duda, por el parón, por el sincero anhelo de un permanecer eterno. Ese paso estático inalcanzable.

Difícil es, en un momento dado, reconocer dichos síntomas. Calla entonces la persona, ajena al mundo y al desconocimiento que implica el saber, e inmersa en un no-quiero-llegar-pero-que-se-acabe-ya-el-viaje, se abandona a los más recónditos sentimientos de su subconsciente. Es entonces cuando aparece el silencio.

Existen muchos tipos de silencio. El silencio de un hombre que espera la muerte, como decía Patrick Rothfuss en su novela “El nombre del viento”, es uno de los más pesados. El silencio del fin de la jornada, que expira cansada para dejar paso a un intervalo indefinido hasta que empieza la siguiente hora de trabajo, ajetreo y ruido. El silencio de un bebé cuando desaparece su llanto, saciado por la leche materna.

Pero existe un silencio impalpable, como robado al tiempo. Un silencio camaleónico, que se esconde en los rincones y en las puntas abiertas de las melenas. Un silencio que reposa en las pestañas y en la piel del lóbulo de la oreja, en las comisuras de los labios y en el orificio nasal derecho.

Un silencio ajeno al mundo, sin el cual el mundo carecería de sentido.

Es el anhelo de la persona por un parón temporal, que se vuelve físico pero no palpable, el silencio de la autocensura por un deseo impronunciable. Qué clase de persona la que prefiere restar inmóvil en un lugar de la línea del tiempo, desapareciendo de la existencia misma. Que desearía conocerse y tras el silencio se consume, poco a poco, como atrapada en sí misma.
Llora entonces la persona. O no. Grita entonces la persona. O no. Se abalanza al suelo, pega puñetazos al aire, hiperventila. O no.

Todo en silencio. Un manto pesado y duro, traspasable, sí, pero con un esfuerzo que no se mide en calorías.

Un manto como la luz de última hora de la tarde, que acuchilla los árboles y se refleja huidiza en la superficie del agua de una piscina. No hay corrientes pero el agua se balancea, gira, inquieta. No hace viento pero el agua arruga el entrecejo.

Sobre ese movimiento inexplicable se cierne entonces el silencio. Ahogando. Ahogando al agua.

Sumida en su silencio ve la persona pasar el tiempo. Muy a su pesar, ve las horas sucederse tras los minutos y los minutos pelearse por avanzar. Y avanzar. Y seguir avanzando. Entonces llega esa impotencia. Es el agua que se balancea, es entonces la persona quien arruga el entrecejo, frunce el ceño y deja rasgados los ojos. Inquieta, agotada. Asustada, furiosa.

Y cree la persona, que debería ser capaz de hacer eso, o aquello. Cree ser egoísta en su silencio. Cree estar lejos de lo que de verdad quiere y querer la lejanía al mismo tiempo. Desea un apartar contra el que quiere combatir. Es entonces una maraña de sentimientos contradictorios que camina balanceándose y cae al agua, y se moja, y aúlla en la noche.

No llores, silencio. No eres censura para mí. No permitas que crea que mi callar es culpa tuya, y que mis deseos pesan en mí bajo el manto impalpable. El silencio es un viaje hacia mí, y creo en el quererlo. Y en el querer volver sin abandonar lo que vi.

Tampoco llores, silencio, el silencio de los demás. El silencio de una historia. El silencio de unos ojos verdes.

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Era corpulento, sonriente y bonachón. Una de esas personas con las que te gustaría pasar horas hablando, una de esas personas con las que un encuentro casual en la calle era demasiado corto para conversar.

Un “hola” salido de su boca no era nunca sólo eso. Era una declaración de principios de la felicidad que debía desprenderse en un día soleado. Era la Constitución de la alegría.

Una mirada efusiva y centelleante, una sonrisa brillante, una voz penetrante y un corazón del tamaño del universo.

El servir al Estado fue su trabajo, extrapolado a una forma de vivir convertida en devoción a las personas y al esfuerzo. En un anhelo a la verdad y la fuerza. En un “siempre adelante”.

Tal vez debamos seguir adelante entonces.

Sonreír, y declarar la alegría en hacerlo.

Estrechar la mano a nuestros amigos como si nos fuera la vida en ello.

Y levantarnos.

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Un día me dijeron que la muerte era como un hombre con una pistola en lo alto de un rascacielos en una ciudad. Un día disparaba, y caía alguien a tres manzanas de tu situación. Otro día disparaba, y caía quien caminaba contigo.

El pasado 9 de septiembre de 2013 cayó alguien que caminaba muy cerca de mí.
Descanse en paz, L. A. C.





A Laura Cailà Puig, por sus silencios tan valiosos; y a Lorenzo Aznárez Tur, porque cuando el camino se hace duro, sólo los duros siguen caminando.


Nuria Ribas Costa