miércoles, 31 de diciembre de 2014

El pintor de notas

Decía The Economist que Alex Ross tiene “el extraordinario don de poner la música en palabras”. Y nada más simple que hacerse eco de la acogida de su primer libro para corroborarlo.

“The rest is noise” (cuya traducción al castellano es bastante curiosa, “El ruido eterno”) se situó rápidamente en las listas de los ejemplares más vendidos cuando salió a las librerías, allá en 2007.

La repercusión de la obra fue enorme, y Ross se enzarzó en un recopilatorio de ensayos que se convertiría en la secuela de su primera obra: “Escucha esto”. Una visión panorámica de la música, desde Mozart y Bach hasta Björk y Dylan. Huyendo de estereotipos, desafiando tópicos y lanzando ideas casi descabelladas, Ross dibuja, con una maestría impresionante, notas, pentagramas, náuseas y desmayos provocados por una misma causa: ese ruido que es la música.

Hablar en esta crítica de Ross no destaca por la inmediatez, pues hace ya tiempo que se han publicado ambas obras y no tiene mucho sentido, más allá del que uno mismo le quiera dar, el recuperarlas ahora al azar. En mi caso, Ross lleva un par de meses acompañándome en los momentos libres (que son pocos) y además, ayer empecé a ver Amadeus de Milos Forman, con su banda sonora cuidada y su retrato de la lujuria, tan dramático, tan espectacular.

Y me dio por pensar en la música, como símbolo. Como hilo conductor. De una vida. De una película. De un siglo. De un libro.

Alex Ross hace de la música (que él llama ruido, desde un punto de vista nada simplista) el eje vertebrador de “El Ruido Eterno”. Analiza en base a ello cien de los años más convulsos. El siglo XX aparece, pues, retratado con todo lujo de detalles y matices, que no sirven sino de bandeja para la disección de las obras que tejen, una tras otra, la banda sonora de este pasaje de la Humanidad.

Pero no me interesa ahora alabar la hazaña de Ross en el campo conceptual, pues evidentemente es sobrecogedora y digna de una admiración sincera,  sino más bien escudriñar su manera de hablarnos.

Crítico musical del New Yorker desde 1996, Ross tiene un dominio de la materia que se desprende incluso, hablando gráficamente, del uso de las comas. Es interesante el equilibrio entre discurso divulgativo, precisión técnica y toque novelesco de que el estadounidense dota su opera prima, y ello permite, a su vez,  envolver al lector sin que se sienta oprimido por un reguero de información complicada y densa.

Me interesa reiterar que se trata de una empresa complicada, y es que la música ha sido considerada en ocasiones un concepto casi elitista. Podría parecer una contradicción irresoluble describir con palabras las notas, y sin embargo Ross lo consigue. Y lo consigue con creces.

De hecho, me he interesado por esta vertiente de Ross y he analizado las relaciones de tres tipos de personas musicalmente diferentes con “El Ruido Eterno” para retratar precisamente este fenómeno.  

En el caso de un músico de profesión, Ross se convierte en el as bajo la manga. El Ruido Eterno es una enciclopedia amena y recurrente, asequible y esclarecedora que se agradece tener a mano. Eso, si tienes conocimiento de la obra y sabes qué es y para qué puede servirte. Hay pasajes técnicos a lo largo de todo el libro, párrafos dedicados exclusivamente a acordes, compases, bajos, sostenidos, bemoles, cambios de ritmo, tonalidades. Y como todo lenguaje técnico, requiere una preparación previa para su comprensión.

Sin embargo, después de ese párrafo en el que Ross describe las vértebras de la Sexta de Mahler, el escritor esboza cómo reaccionaría el público: “Luego, salido de ninguna parte, un acorde de La menor en fortissimo provoca un estruendo como el de una puerta metálica que se cierra de golpe. Correctamente interpretado, este gesto debería hacer saltar de sus asientos a los oyentes desprevenidos.”

Comparaciones, metáforas, insinuaciones, regueros de adjetivos y una labor de contextualización de lo más cuidada permiten que otro tipo de lector disfrute de la obra. Se trata, en este caso, del amante de la música no músico. Para este pobre diablo los libros técnicos se convierten en una cumbre inalcanzable. Pero Ross enseña: primero explica, y luego traduce. Y músicos y no músicos quedan satisfechos.

Ahora bien, no acaba aquí el hechizo de esta obra. Existe el tercer caso: el del amante de los libros para quien la música no ocupa un lugar prioritario en su vida diaria. Si “El Ruido Eterno” cae en las manos de estas personas, las reacciones pueden ser, evidentemente, de lo más diversas. Sin embargo puede ocurrir que el libro les capture: la redacción es impecable; la estructura, impoluta; la documentación, indiscutible; y el lenguaje, bello y cuidado.

Y es que cualquiera que tropiece con Ross comprobará, a las dos líneas, su bagaje, y su capacidad forjada a golpe de pluma desde 1992, para hacer escuchar a sus lectores nada más y nada menos que el siglo XX.






Esta crítica se publicó el pasado 30 de diciembre de 2014 en la revista digital de cultura El Corso:  http://elcorso.es/alex-ross-el-pintor-de-notas/

martes, 2 de diciembre de 2014

Cómo contar la verdad

En noviembre de 1944 se publicó uno de los artículos más desgarradores de la Historia de la Literatura. Vasili Grossman, corresponsal del periódico del Ejército Soviético Estrella Roja, relata en sus páginas con estremecedora veracidad, el desgarro y la brutalidad de la maquinaria alemana para matar que se desarrolló en el campo de exterminio Treblinka, a 100km al noreste de Varsovia. Setenta años después, recordar aquel artículo significa mantener viva la memoria de todos los judíos exterminados, pero por encima de todo, significa creer en la titánica tarea que Grossman llevó a cabo aquel año. El infierno de Treblinka es, sin lugar a dudas, un relato estremecedor que nada tiene que ver con cualquier otro material descriptivo del Holocausto.
Corre el verano de 1944 y en la Europa del este el 3er Frente Ucraniano del Ejército Rojo acaba de limpiar la península de Crimea de tropas alemanas. Pero la vista de los soviéticos está ahora puesta en la Operación Bagration, la ofensiva estrella del verano. El objetivo: aplastar al Grupo de Ejército Centro Alemán que ocupa Bielorrusia y llegar a Varsovia.
El 22 de junio se inicia Bagration, y los alrededores de la capital polaca se alcanzan el 31 del mes siguiente. Tras una estrepitosa derrota del Ejército Alemán, la URSS mira ahora hacia Ucrania, que conseguirá limpiar en un mes, Rumanía y Hungría.
Pero un Vasili Grossman de 39 años, ya fornido, curtido por las penalidades de la guerra, que lleva al lado del Ejército Rojo desde agosto de 1941, volverá a Moscú antes de que los soldados soviéticos pisen tierra húngara. El horror que motiva su retirada tiene nombre propio, y se llama Treblinka.
Vasili (Iosif) Grossman nació en Berdichev (Ucrania) en 1905. Judío de la élite ilustrada, estudió Química en Moscú pero sabía ya de antemano que su pasión era la literatura. Una vez graduado y tras una breve estancia en una mina, vuelve a Moscú para dedicarse a la escritura. Cuando Hitler invade Rusia en junio de 1941, Grossman se alista inmediatamente. Rechazado por sus características físicas, su fascinación por el ejército lo llevará al frente como corresponsal para Estrella Roja, el periódico oficial del Ejército Rojo.
La cobertura que Grossman realizó de las batallas y ofensivas que presenció desde la óptica más dura de la guerra –el frente- le valdrán el respeto creciente de soldados y demás miembros del Ejército. Grossman acaba tejiéndose, con su temperamento pacífico y humilde, su honradez, su pasión y sobretodo la fascinación por la figura del soldado, que él considera la muestra más fiel de la vida de la guerra, un merecido respeto entre los soviéticos armados.
Grossman no dejó penetrar en sus textos guiños políticamente correctos, como tantos otros periodistas sí acostumbraban a hacer. Amigo leal e ingenuo políticamente, dejaba marchar su pluma a merced de la verdad, siendo a veces incluso temerario, pues no simpatizaba especialmente con Stalin, y si la NKVD hubiera tenido acceso a las notas de Grossman, la suerte que habría corrido es bien seguro que no hubiese sido muy buena.
El valor incalculable de los cuadernos de notas de Grossman radica en la posibilidad de compararlos con fotografías tanto de los muchos combates que el escritor presenció (Stalingrado , Kursk, Berlín…), como de la vida del día a día en el Frente Oriental de la II Guerra Mundial. La fidelidad del retrato, la capacidad de síntesis, el ganarse a las fuentes y la dedicación son probablemente los aspectos más destacables de tal hazaña periodística.
Sin embargo, más allá de Vida y Destino, obra maestra de la literatura y para cuya producción Grossman se sirvió de sus cuadernos de notas, otro de los grandes hitos en la biografía del escritor es sin duda El infierno de Treblinka.
Este artículo, publicado en noviembre de 1944, se ha convertido en una de los testimonios más importantes del Holocausto y llegó incluso a citarse en los Juicios de Núremberg. En él, Grossman vierte su esencia como escritor: el valor literario es indiscutible, pero el periodístico es sin duda loable.
Desde que llegara a Berdichev y presenciara la masacre masiva de judíos en su ciudad natal (entre los muertos se encontraba su propia madre), Grossman se decidió a desvelar todo cuanto pudiera sobre el Holocausto. Ello constituía una misión compleja, pues uno de los aspectos de la censura bajo la que escribía Grossman era precisamente la fijación del gobierno soviético por negar el Holocausto y jamás considerar los judíos como víctimas especiales de la Guerra.
Pero Grossman siente la necesidad de enseñar el horror, siente que ha de limpiar el nombre de los muertos, cree que darse la vuelta es insultar a las víctimas del Holocausto. Y esta visión tiñe de arriba abajo El infierno de Treblinka: es preciso, meticuloso, simple sintácticamente. Se sirve de metáforas, paralelismos, puntos suspensivos, enumeraciones… toda suerte de recursos estilísticos para elaborar descripciones circulares, envolventes, casi opresoras (dados los horrores que presenta). Acostumbra a deshumanizar a los alemanes: “[…]sus palabras y hechos, sus hábitos, eran como una aterradora caricatura que apenas recordaba los rasgos, pensamientos, sentimientos, hábitos y hechos de los alemanes normales.[…]; y a personificar la tierra y las ciudades: “[…]La tierra expele huesos aplastados, dientes, ropas, papeles. No quiere mantener secretos, y de sus heridas incurables brotan multitud de objetos[…]”.
Se desprenden de su texto ideas esenciales extrapolables a la totalidad de la II Guerra Mundial: la brutalidad del despliegue alemán, con su aberrante infraestructura de matar; el desprecio absoluto e injustificado a la raza judía; la obligación moral y social de dar voz a los testigos del Horror…
Grossman aporta nombres y apellidos de los alemanes implicados, fechas, números, cálculos, descripciones casi técnicas de las infraestructuras de los dos campos que formaban Treblinka (I y II). Dibujaba los edificios, las cámaras de gas, los hornos, las estaciones… y la vida de los “muertos vivientes”, así como él los llama, que tuvieron la desgracia de ir a parar a aquel infierno.
Así, Grossman teje, a base de la reconstrucción y los recuerdos de los testigos que entrevistó, la organización, infraestructura y rutina de Treblinka, desde su construcción hasta la rebelión que desencadena su cierre. Y al final, sólo al final, se da voz a sí mismo y tras presentar lo que tuvo lugar en el campo, describe lo que es ahora, enseñándolo con su propia visita, en julio de 1944, mostrando al lector como la tierra escupe restos del horror que soportó durante diecisiete meses.

Este artículo se publicó el pasado sábado 29 de noviembre de 2014 en la revista digital La Mirada Joven. Lo podéis consultar en su publicación inicial en el siguiente link: 

domingo, 16 de noviembre de 2014

L'últim saxofonista

El 46 Voll Damm Jazz Festival de Barcelona obria els braços (i les orelles) al Wayne Shortet Quartet el passat dimarts 28 d’octubre a L’Auditori. Amb 81 anys, Shortet es converteix en una llegenda vivent que, lluny d’aturar-se, continua fent vibrar els escenaris de les capitals mundials del jazz.


Fa trenta minuts que toquen. De sobte s’aturen. I L’Auditori bull d’emoció. Un aplaudiment aclaparador ressona per tots els racons. Ells es miren, somriuen, esperen. I continuen.

Ell seu en un tamboret, al costat de la cua del brillant piano que fa sonar Danilo Pérez amb un classicisme estrany. Estrany però que casa perfectament amb l’essència d’aquest jazz tan especial. Tan del Miles. És l’ “altra música” de Miles. La que és capaç de transportar a mons desconeguts, a llocs inesperats; la que ignora la oïda humana. Aquest és el jazz que fa Wayne Shorter. Allunyat de la ràdio, de tot allò palpable. El jazz de l’últim saxofonista, perdut entre la fina línia que separa el free de tota la resta.

Brian Blade s’abalança sobre la bateria i bastoneja els toms i la caixa amb una energia i un compàs esfereïdors. Porta el ritme a la sang i flueix una energia interessantíssima amb el contrabaix de John Patitucci. El so de Blade és lineal. Fa crescendos, fluctua molt bé els canvis de ritme i intensitat i mai es fa repetitiu; mentre que Patitucci és la definició de la presència absent. Hi és i no hi és. Domina el contrabaix com si hi ballés: l’acaricia, li fa pessigolles, l’abraça i és agressiu. El raspa amb l’arc, el pinça i li treu una base absolutament indispensable.

Bateria i contrabaix es sincronitzen, s’uneixen i inicien un pols amb el Danilo Pérez, els dits del qual van de tecla en tecla amb una velocitat espectacular. Si s’hagués de qualificar algun dels quatre de clàssic, seria ell. Ara, quan el tema demana aquell toc dissonant, rebel, trastornat, Pérez es supera a cada segon, fent que la melodia que surt del piano recordi el fum d’una cigarreta, que s’enreda en perfecta harmonia amb l’aire que escup el saxo de Shorter.

Ell continua assegut al tamboret. Té vuitanta-un anys i seu. Però el mires i no veus un home de tan avançada edat. Perquè llavors agafa el saxo tenor i bufa. I bufa i bufa i bufa com si anessin a sortir-se-li les entranyes per la boca. I llavors s’atura. I llavors fa una bufada curta. I llavors s’atura de nou. I llavors torna a fer que el saxo gemegui. I canvia. I agafa el soprano, i abandona el timbre nítid i pur, clar i ple del tenor per endinsar-se en la bogeria del so agut del saxo més curt.

Wayne Shorter és astut. És intel·ligent, agut i estrany. Capta l’essència. És sublim en els canvis d’instrument. En l’ús del seu aire, del seu xiular, del seu mirar.

El Quartet fa el jazz dels bars de fum de Nova York. El jazz dels quatre amics que ignoren si els miren o no; el jazz dels quatre companys que es xiulen mútuament els solos, que toquen somrient-se, esbufegant i rient. Una energia intensa fluïa a L’Auditori, escampant-se en crescendo des de l’escenari cap al públic, dividida en dues línies de connexió: contrabaix-bateria i piano-saxo.

Segons es diu a l’acta del concert els temes tocats van ser Orbits, Lotus, Zero Gravity i Prometheus unbound, juntament amb fils i insinuacions d’altres peces, com Masquelero.  Però ningú no va fer gaire cas als temes. Wayne i els seus tres mosqueters es limitaren a discórrer, dibuixant l’aire i vessant virtuosisme, anant d’una nota a l’altra amb una puresa en el so i una complicitat en les mirades que foren sens dubte les vertaderes protagonistes de la nit.

De fet, el final del concert fou el reflex del que havia passat des de les nou de la nit: trencador, boig i in crescendo; amb Brian Blade tirant a terra la caixa i descarregant la seva ira sobre els tambors, mentre Patitucci esquinçava el contrabaix, Pérez agredia el piano i Shorter trencava l’aire amb el crit estripador del seu monstre daurat. Tot en el context d’una il·luminació hipnòtica que casà perfectament i des del minut zero amb l’aura del concert.

Tots els ocupants de les butaques de L’Auditori s’alçaren, i el gran nombre de joves músics devots de l’Época Daurada del jazz xiularen i aplaudiren com si només d’allò depengués la seva vida. I és que Wayne Shorter representa l’últim dels grans. En la seva pell, suor del Miles, restes de Coltrane, centelleigs d’Art Blakey i ecos del seu gran amic Herbie Hancock.



Aquesta crònica es va publicar el passat diumenge 2 de novembre de 2014 a la revista digital de cultura Núvol.

El teniu a l'abast en el següent enllaç:


lunes, 27 de octubre de 2014

Amor y miedo; o de cómo Claudio Tolcachir fascina de nuevo al Lliure de Barcelona


Bajo la sabia batuta de Lluís Pasqual, el prestigioso Teatre Lliure de Barcelona acogía hasta el pasado domingo 26 de octubre la última obra del dramaturgo argentino Claudio Toalchir.

En el seno de la ruta Buenos Aires de la temporada 2014-15, y codeándose con Sonata de Otoño, de Ingmar Bergman; y El reportaje, de Santiago Varela, Toalchir fascinaba esta vez al Lliure de Montjuïc con Emilia, estrenada el 16 de este octubre.

Después del embrujo y la emoción en que se sumió el teatro barcelonés en 2009 de la mano de La omisión de la familia Coleman, el autor y director bonaerense  apuesta esta vez por una historia de mentiras. Los personajes que dibuja Tolcachir son víctimas de sus propias ilusiones  y les aterra la idea de ruptura. La simple posibilidad de desmoronar la estructura que han tejido les produce escalofríos.

Unos escalofríos que el director plasma de manera magistral en esta obra: Tolcachir aboca sobre el escenario sus miedos e inquietudes, las inseguridades que beben de su propia infancia, con toda la peligrosidad que ello conlleva. Y contra toda expectativa, el resultado es estremecedor. Para bien.

La escenografía y el vestuario, de Elisa Sanz, y la iluminación de Juan Gómez Cornejo crean el aura perfecta para el desarrollo de una obra que cuestiona el amor y sus porqués desde una óptica nada explotada.

Nada tiene el resultado de cursilada, empezando por la dificultad tremenda de los personajes. Tolcachir dosifica la información con cuentagotas, haciendo que el espectador, en su subconsciente, alimente hipótesis e hipótesis sobre el inminente desarrollo de la obra. La interpretación, aún así, continua siendo el punto más fuerte de esta obra que se apoya en la fuerza de sus cuatro protagonistas.

Es el súmmum del trabajo en equipo. La Emilia de Gloria Muñoz, dulce, humilde, pero oscura y turbia a la vez. Un personaje de personajes que teje el hilo conductor de la obra a través de varios flashbacks. Flashbacks hechos de recuerdos, miradas perdidas y monólogos que se dirigen directamente al público. Entonces irrumpe Walter, enérgico, alterado, grita. Grita y agarra a Emilia y la abraza y sin embargo no la sigue en sus recuerdos: sólo sabe que ella es quien más le ha querido. Alfonso Lara es, sin duda, la definición del nervio obseso, de la ternura llevada al extremo, al esperpento, a la sobreactuación que nace del miedo. Parecido a él, por el miedo y el griterío y la indecisión y la niñez que se le va es el Leo de David Castillo.

A ambos cabe sumar la vigorosidad del Gabriel de Daniel Grao, cuya presencia silenciosa se hace imprescindible; y la Caro de Malena Alterio: frágil y pendiente de un hilo en sus permanentes contradicciones internas, que se manifiestan en forma de una abstracción que desespera.

La obra crece, es un desarrollo ascendente que el espectador va sintiendo vibrar. Siente la tragedia que se aproxima pero entonces se pregunta si no es ya suficientemente trágico lo que lleva viendo, aquellos sesenta minutos que ha pasado en la silla.

Pero no, no era suficiente y la obra explota, y todo cobra sentido, y de repente han pasado ni más ni menos que noventa minutos y el público casi ni se ha dado cuenta.



Esta crítica también se ha publicado en la revista de cultura digital El Corso:

Y en la revista digital La Mirada Jove'n':

miércoles, 15 de octubre de 2014

Jam: humo y pentagramas

El siguente texto es mi primera colaboración en la revista digital La Mirada Jove"n". Podéis leerlo en su contexto original en el siguiente link: 



La calle te arropa con su manto de oscuridad. Los charcos en el suelo y el aire resfriado aderezan tu caminar noctámbulo. Todos los rincones son iguales. Las aceras, los contenedores, los portales, las persianas. Las caras de quienes pasan, rápidos, rozando tu hombro izquierdo.

Metes las manos en los bolsillos, hasta el fondo, tensando las costuras de la chaqueta, intentando alejarte de un frío que aún no ha llegado. Aceleras y tus pasos suenan en el callejón, tan estrecho y húmedo, tan vacío. Desasosiego y miedo. Piensas que te gustaría encontrar algún rincón donde esconderte. 

El Raval de Barcelona te observa desde las rendijas entre las persianas y las mirillas de las puertas mientras tú pasas, al trote, dejando portales y portales atrás como si tuvieras muy claro lo que buscas. 

A tu izquierda aparece una especie de plazoleta triangular, y dos calles se bifurcan. Carrer de Requesens, se llama la primera. Hay goteras en un balcón y se está formando un charco en un lado de la calle. Sigues caminando y de repente te paras. Oyes un murmullo, una especie de susurro en forma de corcheas, semicorcheas. Oyes cómo el silencio que era dueño del Raval se hace añicos, poco a poco. A tu derecha se dibuja una puerta alta, de cristales forrados de recortes en blanco y negro. Al girar la esquina aparece otra puerta de cristal forrado.  Está entreabierta. Hay gente fuera. Fuman. Tienen cerveza en la mano. Rodean la puerta y se apoyan contra la pared. Sonríen y se ríen y tararean y silban y te miran cuando pasas entre ellos, murmurando un "perdón" tan susurrado que ni tú mismo estás seguro de haber pronunciado.

Empujas la puerta y te ciega, por un momento, la luz de la barra, que está justo enfrente. Pero enseguida te das cuenta de que el local está en penumbra y tus pupilas se calman. 

Un hombre de pelo blanco y mirada acogedora se dirige a ti desde el otro lado del mármol. 

-¿Qué te pongo?

Tiene una voz grave, afónica, gastada. Una voz fumada y cocida. Masticada. Pero honesta. Es una voz honesta.

-Cerveza.

Pagas la botella y mientras la sujetas con los dedos avanzas un poco hacia el centro del local, hacia el patio de butacas improvisado. Es un espacio cuadrado y de techo alto. La barra sigue, a la izquierda. Pequeña y larga. Al fondo divisas unas escaleras de metal. Negras como el carbón, se confunden, casi desaparecen. Encima de tu cabeza ves piernas colgando, brazos recostados contra las barras de una especie de balcón en forma de U que se une a la derecha con las escaleras invisibles. 

En el centro del local hay sillas. Muchas sillas. Y casi ninguna mesa. No hay un sólo rincón vacío.

Pero de todo esto te das cuenta más tarde, cuando recuerdas. Allí, de pie, con la cerveza en la mano, tu vista está fija en el pequeño escenario rectangular del fondo. 

Delante de una pared de ladrillos forrada de carteles; cables, papeles, atriles y pies se mueven, serpenteantes. Ahí están los asesinos del silencio. 

Un pianista acaricia las teclas con la cabeza gacha. Intentas, iluso, seguirle los dedos, pero abandonas la empresa y se te va la vista al contrabajista. Serio, tiene los ojos cerrados. Parece el contrabajo el escolta del cartel amarillo que preside el escenario. Enorme, largo, estrecho, de letras negras. 

Jazzsí Club Taller de Músics.

A su izquierda, aún un batería, un bajista y allá, apoyados contra la pared, recostados en la escalera, saxos, trompetas y una mujer pelirroja de grandes dimensiones. 

Se te ha calentado la cerveza y no quitas la vista de las escobillas, de la sordina, del cable del micrófono y del acento de la i.

Jazzsí. Jazz sí. Sí. Sí, sí, sí. 

Entra una trompeta. Aúlla, rasga el aire del local de los periódicos en el cristal y entonces el saxo despierta, serpenteando, seseando, seduciendo. Juegan, el uno con el otro, improvisando. Dejando la puerta abierta a quién quiera subir y jugar con ellos.

Y tu cierras los ojos y aprietas los dientes y cierras los puños y mueves los dedos de los pies y por fin, por fin, le das un trago a la cerveza.


***************


Es miércoles y son las diez de la noche. Tu despertador está programado ya, y sonará a las siete horas exactas de la mañana. Las luces están encendidas y mientras el batería mete los platos en una funda las sillas se amontonan y en la puerta ya hay cola para salir. 

Los músicos hablan, se ríen, y oyes que para ellos no se ha acabado la jornada todavía. 

Sales y mientras te pones la chaqueta lo oyes:

-Robadors, ¿no?
-Sí tío, kebab y vamos.

Te escondes, inconscientemente, en la penumbra y los sigues de lejos. Ellos compran comida, tú también. Pero mientras te resbala la salsa de yogur por la barbilla levantas la vista y te das cuenta, presa del pánico, que se han ido. 

Empiezas a andar. Callejeas, y vuelve el silencio. Llegas a la Rambla del Raval y la cruzas, y te engulle el verdadero carácter del barrio. Prostitutas en la calle, drogadictos y borrachos repantigados. Oyes que algún grito alcohólico se dirige a ti pero sigues, sigues andando sin rumbo y de repente giras a la derecha y lo ves. 

El número 23 de la calle Robadors, en pleno corazón del Raval de Barcelona. Las paredes de piedra rodean una puerta de cristal. Más cerveza, más humo, más aire, más penumbra y menos oscuridad. Te das cuenta de que el silencio huye, poco a poco.

Empujas la puerta y entras, lentamente. Te envuelve un aura pesada e hipnótica. Se diría que había humo en aquel local. Esta vez el aire es diferente. 

Es más duro, más decadente, más puro, más sin destilar. Más auténtico incluso que el Jazzsí. Hay humo. Pero no de cigarrillo.

La barra está a rebosar. Es rojiza, alargada y escoltada por taburetes en fila, cual soldados en formación. Huele a cerveza, a tequila y a ron. Huele a alcohol y a tabaco y a cables. Huele a metal de saxo, a madera de piano de pared y a la saliva que gotea, precipitándose desde una trompeta que susurra, estridente.

Huele a música.

Huele a jazz.

Y allá al fondo, pasada la escalera de metal y al final del estrecho pasillo, más que verlos, los intuyes: los magos, los suicidas, los locos, los artistas. Los reyes.

Los músicos. 

Pides otra cerveza y te acercas, esquivando a los desertores, hacia el final del callejón sin salida donde tocan esta vez. No hay escenario, casi tocan a pie y es tan pequeño y estrecho que te preguntas cómo no se chocan. En la tapa del piano se refleja el contrabajo. El baterista tiene un ritmo tan pegadizo que mueves los dedos sin darte cuenta. El trompeta y el saxofonista se hacen guiños, entrelazan los aullidos de sus vientos metales y te das cuenta, aún desde tu ignorancia musical, que el nivel de interpretación es espectacular, el ambiente es espectacular, la devoción es espectacular. 

A tu izquierda hay un chico que garabatea, esbozando los movimientos de los músicos, y a tu derecha hay un grupo de estudiantes extranjeros que a duras penas pueden apartar la vista del "escenario". Todo entre sillas de todo tipo, mesas recopiladas de épocas distantes en el tiempo, y paredes de piedra.

Es un antro en toda regla. Y no querrías marcharte nunca. 


Y entonces te preguntas: ¿cuántos como este habrá en esta ciudad?


Nuria Ribas Costa