miércoles, 15 de octubre de 2014

Jam: humo y pentagramas

El siguente texto es mi primera colaboración en la revista digital La Mirada Jove"n". Podéis leerlo en su contexto original en el siguiente link: 



La calle te arropa con su manto de oscuridad. Los charcos en el suelo y el aire resfriado aderezan tu caminar noctámbulo. Todos los rincones son iguales. Las aceras, los contenedores, los portales, las persianas. Las caras de quienes pasan, rápidos, rozando tu hombro izquierdo.

Metes las manos en los bolsillos, hasta el fondo, tensando las costuras de la chaqueta, intentando alejarte de un frío que aún no ha llegado. Aceleras y tus pasos suenan en el callejón, tan estrecho y húmedo, tan vacío. Desasosiego y miedo. Piensas que te gustaría encontrar algún rincón donde esconderte. 

El Raval de Barcelona te observa desde las rendijas entre las persianas y las mirillas de las puertas mientras tú pasas, al trote, dejando portales y portales atrás como si tuvieras muy claro lo que buscas. 

A tu izquierda aparece una especie de plazoleta triangular, y dos calles se bifurcan. Carrer de Requesens, se llama la primera. Hay goteras en un balcón y se está formando un charco en un lado de la calle. Sigues caminando y de repente te paras. Oyes un murmullo, una especie de susurro en forma de corcheas, semicorcheas. Oyes cómo el silencio que era dueño del Raval se hace añicos, poco a poco. A tu derecha se dibuja una puerta alta, de cristales forrados de recortes en blanco y negro. Al girar la esquina aparece otra puerta de cristal forrado.  Está entreabierta. Hay gente fuera. Fuman. Tienen cerveza en la mano. Rodean la puerta y se apoyan contra la pared. Sonríen y se ríen y tararean y silban y te miran cuando pasas entre ellos, murmurando un "perdón" tan susurrado que ni tú mismo estás seguro de haber pronunciado.

Empujas la puerta y te ciega, por un momento, la luz de la barra, que está justo enfrente. Pero enseguida te das cuenta de que el local está en penumbra y tus pupilas se calman. 

Un hombre de pelo blanco y mirada acogedora se dirige a ti desde el otro lado del mármol. 

-¿Qué te pongo?

Tiene una voz grave, afónica, gastada. Una voz fumada y cocida. Masticada. Pero honesta. Es una voz honesta.

-Cerveza.

Pagas la botella y mientras la sujetas con los dedos avanzas un poco hacia el centro del local, hacia el patio de butacas improvisado. Es un espacio cuadrado y de techo alto. La barra sigue, a la izquierda. Pequeña y larga. Al fondo divisas unas escaleras de metal. Negras como el carbón, se confunden, casi desaparecen. Encima de tu cabeza ves piernas colgando, brazos recostados contra las barras de una especie de balcón en forma de U que se une a la derecha con las escaleras invisibles. 

En el centro del local hay sillas. Muchas sillas. Y casi ninguna mesa. No hay un sólo rincón vacío.

Pero de todo esto te das cuenta más tarde, cuando recuerdas. Allí, de pie, con la cerveza en la mano, tu vista está fija en el pequeño escenario rectangular del fondo. 

Delante de una pared de ladrillos forrada de carteles; cables, papeles, atriles y pies se mueven, serpenteantes. Ahí están los asesinos del silencio. 

Un pianista acaricia las teclas con la cabeza gacha. Intentas, iluso, seguirle los dedos, pero abandonas la empresa y se te va la vista al contrabajista. Serio, tiene los ojos cerrados. Parece el contrabajo el escolta del cartel amarillo que preside el escenario. Enorme, largo, estrecho, de letras negras. 

Jazzsí Club Taller de Músics.

A su izquierda, aún un batería, un bajista y allá, apoyados contra la pared, recostados en la escalera, saxos, trompetas y una mujer pelirroja de grandes dimensiones. 

Se te ha calentado la cerveza y no quitas la vista de las escobillas, de la sordina, del cable del micrófono y del acento de la i.

Jazzsí. Jazz sí. Sí. Sí, sí, sí. 

Entra una trompeta. Aúlla, rasga el aire del local de los periódicos en el cristal y entonces el saxo despierta, serpenteando, seseando, seduciendo. Juegan, el uno con el otro, improvisando. Dejando la puerta abierta a quién quiera subir y jugar con ellos.

Y tu cierras los ojos y aprietas los dientes y cierras los puños y mueves los dedos de los pies y por fin, por fin, le das un trago a la cerveza.


***************


Es miércoles y son las diez de la noche. Tu despertador está programado ya, y sonará a las siete horas exactas de la mañana. Las luces están encendidas y mientras el batería mete los platos en una funda las sillas se amontonan y en la puerta ya hay cola para salir. 

Los músicos hablan, se ríen, y oyes que para ellos no se ha acabado la jornada todavía. 

Sales y mientras te pones la chaqueta lo oyes:

-Robadors, ¿no?
-Sí tío, kebab y vamos.

Te escondes, inconscientemente, en la penumbra y los sigues de lejos. Ellos compran comida, tú también. Pero mientras te resbala la salsa de yogur por la barbilla levantas la vista y te das cuenta, presa del pánico, que se han ido. 

Empiezas a andar. Callejeas, y vuelve el silencio. Llegas a la Rambla del Raval y la cruzas, y te engulle el verdadero carácter del barrio. Prostitutas en la calle, drogadictos y borrachos repantigados. Oyes que algún grito alcohólico se dirige a ti pero sigues, sigues andando sin rumbo y de repente giras a la derecha y lo ves. 

El número 23 de la calle Robadors, en pleno corazón del Raval de Barcelona. Las paredes de piedra rodean una puerta de cristal. Más cerveza, más humo, más aire, más penumbra y menos oscuridad. Te das cuenta de que el silencio huye, poco a poco.

Empujas la puerta y entras, lentamente. Te envuelve un aura pesada e hipnótica. Se diría que había humo en aquel local. Esta vez el aire es diferente. 

Es más duro, más decadente, más puro, más sin destilar. Más auténtico incluso que el Jazzsí. Hay humo. Pero no de cigarrillo.

La barra está a rebosar. Es rojiza, alargada y escoltada por taburetes en fila, cual soldados en formación. Huele a cerveza, a tequila y a ron. Huele a alcohol y a tabaco y a cables. Huele a metal de saxo, a madera de piano de pared y a la saliva que gotea, precipitándose desde una trompeta que susurra, estridente.

Huele a música.

Huele a jazz.

Y allá al fondo, pasada la escalera de metal y al final del estrecho pasillo, más que verlos, los intuyes: los magos, los suicidas, los locos, los artistas. Los reyes.

Los músicos. 

Pides otra cerveza y te acercas, esquivando a los desertores, hacia el final del callejón sin salida donde tocan esta vez. No hay escenario, casi tocan a pie y es tan pequeño y estrecho que te preguntas cómo no se chocan. En la tapa del piano se refleja el contrabajo. El baterista tiene un ritmo tan pegadizo que mueves los dedos sin darte cuenta. El trompeta y el saxofonista se hacen guiños, entrelazan los aullidos de sus vientos metales y te das cuenta, aún desde tu ignorancia musical, que el nivel de interpretación es espectacular, el ambiente es espectacular, la devoción es espectacular. 

A tu izquierda hay un chico que garabatea, esbozando los movimientos de los músicos, y a tu derecha hay un grupo de estudiantes extranjeros que a duras penas pueden apartar la vista del "escenario". Todo entre sillas de todo tipo, mesas recopiladas de épocas distantes en el tiempo, y paredes de piedra.

Es un antro en toda regla. Y no querrías marcharte nunca. 


Y entonces te preguntas: ¿cuántos como este habrá en esta ciudad?


Nuria Ribas Costa

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