miércoles, 31 de diciembre de 2014

El pintor de notas

Decía The Economist que Alex Ross tiene “el extraordinario don de poner la música en palabras”. Y nada más simple que hacerse eco de la acogida de su primer libro para corroborarlo.

“The rest is noise” (cuya traducción al castellano es bastante curiosa, “El ruido eterno”) se situó rápidamente en las listas de los ejemplares más vendidos cuando salió a las librerías, allá en 2007.

La repercusión de la obra fue enorme, y Ross se enzarzó en un recopilatorio de ensayos que se convertiría en la secuela de su primera obra: “Escucha esto”. Una visión panorámica de la música, desde Mozart y Bach hasta Björk y Dylan. Huyendo de estereotipos, desafiando tópicos y lanzando ideas casi descabelladas, Ross dibuja, con una maestría impresionante, notas, pentagramas, náuseas y desmayos provocados por una misma causa: ese ruido que es la música.

Hablar en esta crítica de Ross no destaca por la inmediatez, pues hace ya tiempo que se han publicado ambas obras y no tiene mucho sentido, más allá del que uno mismo le quiera dar, el recuperarlas ahora al azar. En mi caso, Ross lleva un par de meses acompañándome en los momentos libres (que son pocos) y además, ayer empecé a ver Amadeus de Milos Forman, con su banda sonora cuidada y su retrato de la lujuria, tan dramático, tan espectacular.

Y me dio por pensar en la música, como símbolo. Como hilo conductor. De una vida. De una película. De un siglo. De un libro.

Alex Ross hace de la música (que él llama ruido, desde un punto de vista nada simplista) el eje vertebrador de “El Ruido Eterno”. Analiza en base a ello cien de los años más convulsos. El siglo XX aparece, pues, retratado con todo lujo de detalles y matices, que no sirven sino de bandeja para la disección de las obras que tejen, una tras otra, la banda sonora de este pasaje de la Humanidad.

Pero no me interesa ahora alabar la hazaña de Ross en el campo conceptual, pues evidentemente es sobrecogedora y digna de una admiración sincera,  sino más bien escudriñar su manera de hablarnos.

Crítico musical del New Yorker desde 1996, Ross tiene un dominio de la materia que se desprende incluso, hablando gráficamente, del uso de las comas. Es interesante el equilibrio entre discurso divulgativo, precisión técnica y toque novelesco de que el estadounidense dota su opera prima, y ello permite, a su vez,  envolver al lector sin que se sienta oprimido por un reguero de información complicada y densa.

Me interesa reiterar que se trata de una empresa complicada, y es que la música ha sido considerada en ocasiones un concepto casi elitista. Podría parecer una contradicción irresoluble describir con palabras las notas, y sin embargo Ross lo consigue. Y lo consigue con creces.

De hecho, me he interesado por esta vertiente de Ross y he analizado las relaciones de tres tipos de personas musicalmente diferentes con “El Ruido Eterno” para retratar precisamente este fenómeno.  

En el caso de un músico de profesión, Ross se convierte en el as bajo la manga. El Ruido Eterno es una enciclopedia amena y recurrente, asequible y esclarecedora que se agradece tener a mano. Eso, si tienes conocimiento de la obra y sabes qué es y para qué puede servirte. Hay pasajes técnicos a lo largo de todo el libro, párrafos dedicados exclusivamente a acordes, compases, bajos, sostenidos, bemoles, cambios de ritmo, tonalidades. Y como todo lenguaje técnico, requiere una preparación previa para su comprensión.

Sin embargo, después de ese párrafo en el que Ross describe las vértebras de la Sexta de Mahler, el escritor esboza cómo reaccionaría el público: “Luego, salido de ninguna parte, un acorde de La menor en fortissimo provoca un estruendo como el de una puerta metálica que se cierra de golpe. Correctamente interpretado, este gesto debería hacer saltar de sus asientos a los oyentes desprevenidos.”

Comparaciones, metáforas, insinuaciones, regueros de adjetivos y una labor de contextualización de lo más cuidada permiten que otro tipo de lector disfrute de la obra. Se trata, en este caso, del amante de la música no músico. Para este pobre diablo los libros técnicos se convierten en una cumbre inalcanzable. Pero Ross enseña: primero explica, y luego traduce. Y músicos y no músicos quedan satisfechos.

Ahora bien, no acaba aquí el hechizo de esta obra. Existe el tercer caso: el del amante de los libros para quien la música no ocupa un lugar prioritario en su vida diaria. Si “El Ruido Eterno” cae en las manos de estas personas, las reacciones pueden ser, evidentemente, de lo más diversas. Sin embargo puede ocurrir que el libro les capture: la redacción es impecable; la estructura, impoluta; la documentación, indiscutible; y el lenguaje, bello y cuidado.

Y es que cualquiera que tropiece con Ross comprobará, a las dos líneas, su bagaje, y su capacidad forjada a golpe de pluma desde 1992, para hacer escuchar a sus lectores nada más y nada menos que el siglo XX.






Esta crítica se publicó el pasado 30 de diciembre de 2014 en la revista digital de cultura El Corso:  http://elcorso.es/alex-ross-el-pintor-de-notas/

martes, 2 de diciembre de 2014

Cómo contar la verdad

En noviembre de 1944 se publicó uno de los artículos más desgarradores de la Historia de la Literatura. Vasili Grossman, corresponsal del periódico del Ejército Soviético Estrella Roja, relata en sus páginas con estremecedora veracidad, el desgarro y la brutalidad de la maquinaria alemana para matar que se desarrolló en el campo de exterminio Treblinka, a 100km al noreste de Varsovia. Setenta años después, recordar aquel artículo significa mantener viva la memoria de todos los judíos exterminados, pero por encima de todo, significa creer en la titánica tarea que Grossman llevó a cabo aquel año. El infierno de Treblinka es, sin lugar a dudas, un relato estremecedor que nada tiene que ver con cualquier otro material descriptivo del Holocausto.
Corre el verano de 1944 y en la Europa del este el 3er Frente Ucraniano del Ejército Rojo acaba de limpiar la península de Crimea de tropas alemanas. Pero la vista de los soviéticos está ahora puesta en la Operación Bagration, la ofensiva estrella del verano. El objetivo: aplastar al Grupo de Ejército Centro Alemán que ocupa Bielorrusia y llegar a Varsovia.
El 22 de junio se inicia Bagration, y los alrededores de la capital polaca se alcanzan el 31 del mes siguiente. Tras una estrepitosa derrota del Ejército Alemán, la URSS mira ahora hacia Ucrania, que conseguirá limpiar en un mes, Rumanía y Hungría.
Pero un Vasili Grossman de 39 años, ya fornido, curtido por las penalidades de la guerra, que lleva al lado del Ejército Rojo desde agosto de 1941, volverá a Moscú antes de que los soldados soviéticos pisen tierra húngara. El horror que motiva su retirada tiene nombre propio, y se llama Treblinka.
Vasili (Iosif) Grossman nació en Berdichev (Ucrania) en 1905. Judío de la élite ilustrada, estudió Química en Moscú pero sabía ya de antemano que su pasión era la literatura. Una vez graduado y tras una breve estancia en una mina, vuelve a Moscú para dedicarse a la escritura. Cuando Hitler invade Rusia en junio de 1941, Grossman se alista inmediatamente. Rechazado por sus características físicas, su fascinación por el ejército lo llevará al frente como corresponsal para Estrella Roja, el periódico oficial del Ejército Rojo.
La cobertura que Grossman realizó de las batallas y ofensivas que presenció desde la óptica más dura de la guerra –el frente- le valdrán el respeto creciente de soldados y demás miembros del Ejército. Grossman acaba tejiéndose, con su temperamento pacífico y humilde, su honradez, su pasión y sobretodo la fascinación por la figura del soldado, que él considera la muestra más fiel de la vida de la guerra, un merecido respeto entre los soviéticos armados.
Grossman no dejó penetrar en sus textos guiños políticamente correctos, como tantos otros periodistas sí acostumbraban a hacer. Amigo leal e ingenuo políticamente, dejaba marchar su pluma a merced de la verdad, siendo a veces incluso temerario, pues no simpatizaba especialmente con Stalin, y si la NKVD hubiera tenido acceso a las notas de Grossman, la suerte que habría corrido es bien seguro que no hubiese sido muy buena.
El valor incalculable de los cuadernos de notas de Grossman radica en la posibilidad de compararlos con fotografías tanto de los muchos combates que el escritor presenció (Stalingrado , Kursk, Berlín…), como de la vida del día a día en el Frente Oriental de la II Guerra Mundial. La fidelidad del retrato, la capacidad de síntesis, el ganarse a las fuentes y la dedicación son probablemente los aspectos más destacables de tal hazaña periodística.
Sin embargo, más allá de Vida y Destino, obra maestra de la literatura y para cuya producción Grossman se sirvió de sus cuadernos de notas, otro de los grandes hitos en la biografía del escritor es sin duda El infierno de Treblinka.
Este artículo, publicado en noviembre de 1944, se ha convertido en una de los testimonios más importantes del Holocausto y llegó incluso a citarse en los Juicios de Núremberg. En él, Grossman vierte su esencia como escritor: el valor literario es indiscutible, pero el periodístico es sin duda loable.
Desde que llegara a Berdichev y presenciara la masacre masiva de judíos en su ciudad natal (entre los muertos se encontraba su propia madre), Grossman se decidió a desvelar todo cuanto pudiera sobre el Holocausto. Ello constituía una misión compleja, pues uno de los aspectos de la censura bajo la que escribía Grossman era precisamente la fijación del gobierno soviético por negar el Holocausto y jamás considerar los judíos como víctimas especiales de la Guerra.
Pero Grossman siente la necesidad de enseñar el horror, siente que ha de limpiar el nombre de los muertos, cree que darse la vuelta es insultar a las víctimas del Holocausto. Y esta visión tiñe de arriba abajo El infierno de Treblinka: es preciso, meticuloso, simple sintácticamente. Se sirve de metáforas, paralelismos, puntos suspensivos, enumeraciones… toda suerte de recursos estilísticos para elaborar descripciones circulares, envolventes, casi opresoras (dados los horrores que presenta). Acostumbra a deshumanizar a los alemanes: “[…]sus palabras y hechos, sus hábitos, eran como una aterradora caricatura que apenas recordaba los rasgos, pensamientos, sentimientos, hábitos y hechos de los alemanes normales.[…]; y a personificar la tierra y las ciudades: “[…]La tierra expele huesos aplastados, dientes, ropas, papeles. No quiere mantener secretos, y de sus heridas incurables brotan multitud de objetos[…]”.
Se desprenden de su texto ideas esenciales extrapolables a la totalidad de la II Guerra Mundial: la brutalidad del despliegue alemán, con su aberrante infraestructura de matar; el desprecio absoluto e injustificado a la raza judía; la obligación moral y social de dar voz a los testigos del Horror…
Grossman aporta nombres y apellidos de los alemanes implicados, fechas, números, cálculos, descripciones casi técnicas de las infraestructuras de los dos campos que formaban Treblinka (I y II). Dibujaba los edificios, las cámaras de gas, los hornos, las estaciones… y la vida de los “muertos vivientes”, así como él los llama, que tuvieron la desgracia de ir a parar a aquel infierno.
Así, Grossman teje, a base de la reconstrucción y los recuerdos de los testigos que entrevistó, la organización, infraestructura y rutina de Treblinka, desde su construcción hasta la rebelión que desencadena su cierre. Y al final, sólo al final, se da voz a sí mismo y tras presentar lo que tuvo lugar en el campo, describe lo que es ahora, enseñándolo con su propia visita, en julio de 1944, mostrando al lector como la tierra escupe restos del horror que soportó durante diecisiete meses.

Este artículo se publicó el pasado sábado 29 de noviembre de 2014 en la revista digital La Mirada Joven. Lo podéis consultar en su publicación inicial en el siguiente link: