sábado, 13 de julio de 2013

La apetencia literaria

Cuando mi padrino se enteró de que Angela Merkel había hecho algo así como criticar la hora de la siesta, respondió con su quietud habitual y su semblante imperturbable que “habría que poner a la señora Merkel a caminar un par de calles de Jaén a la hora de la siesta, a ver si le parecía entonces tan prescindible.”

Un poco más al noreste de Jaén, en una isla del Mediterráneo pervertida por las macro-discotecas y los guiris borrachos, es igualmente criminal hacer otra cosa que no sea descansar, a la sombra y lejos del ajetreo, de tres a cuatro de la tarde. Y lo dice una persona cuyos amigos apodan La Mujer Torbellino.

Existe en mi lengua materna, el catalán, un concepto que me define a la perfección: cul-remena, término cuya traducción al castellano dista mucho de ser comprensible. Ante tal dificultad decido que la mejor manera de definirme es con una mera descripción: mi problema –o virtud– es no estarme quieta, siempre tener la imperiosa necesidad de hacer algo. Con la mente, con el cuerpo, o con ambas cosas a la vez.

Por eso la hora de la siesta, he de confesar, no es una costumbre de la que yo pueda hablar con conocimiento de causa. Sin embargo, en verano –esa bochornosa y agotadora estación en la que hasta las hojas de los árboles sudan mientras soportan trabajosamente el cantar de las cigarras– consigo en ocasiones entregarme al maravilloso momento de descanso que la Señora Merkel tan indecentemente criticaba.

Así pues, estaba yo esta tarde paseándome entre las páginas de EL PAÍS que mi madre acababa de dejar sobre la mesa cuando topé con la sección de Opinión. Por inercia casi, me he detenido a leer el editorial (la segunda parte del mismo) que trataba sobre un emergente Brasil cuyo movimiento social calificaban el otro día en Ondacero de “necesario y normal” fruto, no de la crisis, sino del crecimiento. Recuerdo que pensé que era de lo más curioso que, en este contexto de retorcijones sociales (los móviles de los cuales distan mucho de ser acontecimientos beneficiosos) uno de los movimientos ciudadanos sí fuera causado por un avance en un país.

Pero aburrida –de la temática, quizá, siempre la misma– he apartado perezosamente la vista, que se ha parado, cara a cara, con un título que mi profesor de redacción habría, muy probablemente, calificado de válido por el juego de palabras, pero que yo, sin duda, he calificado de poco sabroso.

He empezado a leer entonces Crítica a la crítica, de Fernando Aramburu, y confieso que el texto daba mucho más de sí que el título. Con un discurso culto y unos términos precisos, Aramburu describía la difícil tarea del crítico literario, desvirtuando a aquellos que, en nombre de no-se-sabe-qué, pervierten tan noble oficio al servicio de favores, muy frecuentemente económicos. Entonces constataba (y esta es la frase que EL PAÍS mismo convertía en destacado) que “merece algo más que aplauso, merece agradecimiento el crítico que hace apetecibles las obras valiosas; aquel que no se limita a descifrar con adusta terminología de profesor, sino que se toma la molestia de transmitir entusiasmo”.

Estaba yo pensando en esa idea mientras continuaba mi paseo de papel cuando ha aparecido el suplemento cultural de los sábados en EL PAÍS, Babelia, delante de mis narices. Confieso que me siento un tanto culpable por no ser una experta en dicho suplemento, más que nada porque los trabajos periodísticos que más me atraen son siempre los relacionados con la cultura.

Con ojos curiosos he ido pasando las páginas, y para mi sorpresa y admiración la gran parte de las mismas estaban ocupadas por críticas de libros. Un curioso paralelismo con la idea de Aramburu que se arrastraba perezosa en mi mente desde hacía ya un rato.

Un bien escogido contrapunto de imágenes y un formato atractivo a la vista, prudentemente separado de la habitual configuración de la información que hace pensar al lector que ya está lejos de las malas noticias, crean en Babelia una atmósfera de conocimiento, un caldo de cultivo del gusto y la subjetividad.

Decía Aramburu que merecen más que un aplauso quienes hacen apetecibles obras literarias valiosas. Pero quienes hacen apetecibles a los creadores mismos de dichas obras merecen, entonces, más que ovaciones. Es este el caso del último artículo del Babelia de este sábado 13 de julio, titulado Comulgar con una empanada de lamprea y escrito por Manuel Vicent.

Quizá sea su segundo nombre –el mismo que el de mi padre– o sus títulos apetecibles. Sea como sea, lo cierto es que los textos de Manuel Vicent son algunos de mis rutinarias lecturas en EL PAÍS. Acostumbrada a ver su rostro en la contraportada del periódico, esta repentina aparición en Babel me ha sorprendido.

Empezando con una anécdota sobre su participación en una disputa de borrachos de lo más graciosa, pasando por la inquietud que lo lleva a cambiar las clases en la Facultad de Filosofía y Letras por la tertulia de Valle-Inclán en el café Derby y terminando con el relato de una visita a la capital, la vida de Álvaro Cunqueiro es retratada, en la paradoja del impresionismo y la precisión, por un Manuel Vicent que despierta, en aquellos que llegamos al final del artículo, una apetencia literaria que Aramburu, vagamente, desde algún rincón recóndito de mi mente, confirma como merecedora de ovación y reverencia.



-Crítica a la crítica, Fernando Aramburu: http://elpais.com/elpais/2013/07/09/opinion/1373364033_999927.html

-Comulgar con una empanada de lamprea, Manuel Vicent. Página 19 suplemento Babelia, EL PAÍS Edición Impresa


Nuria Ribas Costa

1 comentario:

  1. Haig de dir que el que diu Aramburu em sembla, si més no, absurd. M'estàs dient de debò que té més mèrit una persona que es dedica a criticar que no pas una que crea, amb tots els maldecaps que això comporta? De tot cor, no ho crec.

    Sigui com sigui m'ha agradat molt el text Núria, ole tu.

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