sábado, 23 de noviembre de 2013

Incoherencia noctámbula

Vacía, estaba vacía. La mesa, su mente, ella. Triste, sola, agotadoramente melancólica y dudosa de ser una compañía deseable, se deshacía en miradas sabrosas y ondas impalpables de sonidos de ultratumba. Agarrada a la luz de una vela, prometiéndose crecer siempre al revés. O no crecer. Queriendo luchar y jugárselo todo a una.

Lanzó los dados y el termómetro del teléfono inteligente marcó cinco grados. Bajo cero. Estaba bajo cero. Pero marcaba cinco grados. 

Incoherente, sonriente y fría como una mañana sin sol. Como un despertar nórdico. Como la hora del té en la Laponia más remota en un día calurosamente gélido en pleno enero de un año sin determinar.

Sin determinar, como el brillo de sus ojos. Indeterminado el volumen de azúcar en ese café tan salado.

El mar rugió. Qué mar, si aquí no hay mar, sólo una especie de cosa que se cree salada pero no se acerca a la verdad de nada. O a la verdad de la nada. Y si la nada no existe entonces el silencio calla, porque tampoco existe.

El silencio siempre se calla.

Qué mentira tan rematadamente estúpida. Nada tiene sentido. Nada. Silencio. Silencio. Silencio.

Fascinante, perturbador. Silencio. Que no se oiga nada, que no nos oigan llegar. 

Notaba esa especie de vacío interno de cuando sabes que vas a echarte a llorar pero ese algo tan indescriptible se agarra a la campanilla y decide que no va a pasar una sola gota de aire por ahí que no sea específicamente necesario para asegurar tu supervivencia a través del intercambio de gases.

Los bronquios intercambian gases.

Y la bronquitis es una enfermedad.

Quizá tenía bronquitis y aquél día no quería trabajar la campanilla. O Campanilla. Y creció del derecho en vez del revés. Vaya.

Vaya qué cosas ocurren en este lugar tan extraño. O estraño. Estraño está mal escrito. No, mal escrito es todo lo que está por encima de estas líneas, sin pies ni cabeza, sin ton ni son, sin ritmo, sin pan en un día salado. O dulce. O asquerosamente luminoso.

Me duelen los ojos esta mañana. O esta noche.

Creo que me he vuelto un poco vampiresa. Dolor. Qué dolor.

Se rió, con sus bronquios enfermos y su campanilla traviesa. Y Campanilla muy traviesa estaba ya muy lejos de allí. 

Dudosa de ser una compañía deseable. Vacía y llena a rebosar de silencios. Llena de silencio. 

Cogió el teléfono inteligente aquél que tantos dolores de cabeza le daba siempre. Abrió la aplicación aquella del pseudo-piano que no sabía para qué se había bajado, y empezó a teclear. Era muy fácil, era muy lento. Eran un par de notas muy tontas y sencillas y tan asquerosamente complicadas para ella. Todo era asqueroso. Estaba tan llena de vacío que se ahogaba.

Y cantó.

My funny valentine 
Sweet comic valentine 
You make me smile with my heart 
Your looks are laughable 
Unphotographable 
Yet you're my favourite work of art 

Is your figure less than greek 
Is your mouth a little weak 
When you open it to speak 
Are you smart? 

But dont change a hair for me 
Not if you care for me 
Stay little valentine stay 
Each day is valentine's day





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Estaban borrachos. Y aquel lugar se había convertido en un sardinero. La gente se apretujaba, restregándose unos con otros: una especie de pasión fingida tan falsa como el sol de medianoche en el Caribe. Ella llevaba un disfraz peligrosamente frágil para el lugar, y se había cansado de auto-protegerse. Él hacía rato que se dejaba llevar, con rostro indiferente. Era muy fácil encontrar la soledad en aquel lugar. Allí, tan excesivamente acompañado.

Estaban borrachos. Y hartos de aquel sardinero. Entonces decidió que se marchaba, pero no lo encontró. Arrastrada por cuerpos sudorosos y camisas pegadas al cuerpo, intentó dar una vuelta a la sala. Seguro que se había ido. Cabrón. Se había ido.

Caminaba deprisa. El suelo estaba húmedo, las gotas acechaban, desde el cielo. Quería subir.

Estaban borrachos. Empujó a puerta, las luces estaban todas encendidas. Él no se había cambiado. Estaba sentado en la cama. Se rió al verla, ella de él. 

Estaban borrachos. Había mucha luz, se cegaban. Él tenía una guitarra. La púa era blanca, todo era blanco. Les daba vueltas la cabeza… Cogía la guitarra con suavidad, como si la acariciara. La púa le resbalaba entre los dedos. Los acordes eran esos. No desafinaba.

Estaba borracho, y no coordinaba una mano con la otra. Iban a destiempo, y el resultado era una canción que quería ser otra pero se negaba a llegar a serlo. Todo le daba vueltas. Eran esos acordes. Movía la mano derecha. Se equivocaba con la izquierda.

Se echaba atrás, soltaba las cuerdas.
Reía. 
Reían. 

Estaba borracha. Los acordes se recomponían en su mente, difusos. Se hacían notas conocidas, se dibujaba un recuerdo. Él la miraba, ella abría la boca. Y rescataba del fondo de su garganta alcoholizada una nota acorde con la de él. Y otra. Y hacía una palabra, trenzaba los acordes con su voz, afónica. Gastada. Noctámbula. Ebria. 

Y él se equivocaba, se echaba atrás, soltaba las cuerdas. Ella ahogaba la nota, giraba la
cabeza, tosía. Se miraban, buscándose los ojos. Intuyéndolos. Sin enfocarlos. 

Y reían.

Estaban borrachos. Ella apagó la luz del escritorio. Se sentó en él. Él guardó la guitarra, cayéndose sobre la cama mientras se ladeaba para dejar el estuche. Ella sonrió, ebria. 

Se miraron. 

Entonces él puso jazz. Y se estremeció de placer. Ella cerró los ojos.

Estaban borrachos. El jazz también. El jazz también estaba maravillosamente borracho.

Nuria Ribas Costa

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