Tenía los ojos entrecerrados. No
entreabiertos, porque estaban más cerca de la paz del sueño que de la tajante
realidad de la vigilia. Respiraba lentamente: llenando los pulmones con
suavidad pero con ímpetu, dirigiéndose a la supervivencia con una impecable
inhalación. Entonces, tras permanecer inmóvil unos segundos, exhalaba el aire
al cual ya había robado todo el oxígeno necesario, desechando el resto de gases
nocivos para su organismo. Hacía todo eso, un proceso vital de tal complicación
técnica y científica, con una naturalidad y una poesía fantásticas.
Olía a cama deshecha. Las sábanas
estaban arrugadas, sobre todo la bajera en la parte inferior de aquella cama de
matrimonio anivelada. La almohada estaba doblada, dispuesta de forma
serpenteante sin ningún tipo de orden o lógica en la colocación. La sábana superior, falta ya de un cubre-cama que debió
de haber aterrizado en algún momento de la noche a los pies del lecho, se
enrollaba entre sus piernas dibujando su silueta sobre el colchón como si de un
altorrelieve griego se tratara. Le llegaba, sin embargo, sólo hasta la altura del
pecho, en el que la susodicha se enrollaba en una especie de canutillo desordenado.
Estaba tendido de perfil, y su
brazo izquierdo descansaba, en un ángulo de treinta grados, encima de aquel
trozo de sábana convertido en canuto. Su mano estaba cerrada, en forma de puño
sin forzar, justo debajo de su rostro.
Y si bien el hecho de cerrar los
puños recuerda a la paz de los bebés al dormir, era su semblante el que
provocaba la más enternecedora sensación posible.
Su boca formaba una línea recta, que se levantaba ligera y casi
imperceptiblemente en las comisuras. No eran unos labios carnosos, más bien al
contrario: finos y poco seductores, recordaban a la sonrisa de un niño
consciente de que acaba de cometer una travesura. La nariz, dividida en dos
tonalidades a causa de la luz que se colaba por la ventana, arrancaba en la
mitad exacta de su cara, justo entre los dos ojos, ahora ya cerrados.
Ninguna arruga ensombrecía sus
facciones, convirtiendo aquel rostro en lo que habría podido ser una escultura
perfecta. El pelo, por su parte, desafiaba toda la armonía de aquella cara
dormida: despeinado y rebelde, un par de mechones sin orden cubrían su frente
lisa.
Consciente de que era muy
probable que no consiguiera volver a dormirme, me volqué sobre mi hombro
derecho y traté de alcanzar mi teléfono móvil, que estaba en el suelo. Iluminé
la pantalla para comprobar con espanto que sólo eran las nueve de la mañana.
Aquella luz… Maldita luz que se colaba por la ventana. No estoy todavía segura
de si fue su culpa o también yo misma contribuí, pero la cuestión es que no podía
dormirme, ya era oficial.
Recordaba la noche pastosamente,
pero aquella cama no. Aquella cama, el primer momento en que me senté en
aquella cama, lo recordaba como si acabara de vivirlo, horas después de que ocurriera.
Parecía como si la luz traicionera quisiera alejar de mí todo lo ocurrido
aquella noche…salvo lo que pasó en esa habitación.
Dejé de nuevo el móvil en el
suelo y me volqué sobre mi costado izquierdo, de cara hacia él.
Su pecho subía y bajaba
lentamente. Su respirar era como una melodía silenciosa de calidad
indescriptible, un poema de complicación conceptual y tal sencillez estructural
que desconcertaba. A mí me desconcertaba: los nervios de saber qué haría al
verme allí, al reaccionar, al recordar; contrapuestos a la tranquilidad que me
daba estar tendida a su lado.
Nada de eso llegó a provocar
siquiera que en mi mente se dibujara la posibilidad de marcharme en silencio, y
es que estaba tan ansiosa por ver cómo me mirarían sus ojos que empecé a
comprender que quizá fuera eso, y no la luz, lo que me había desvelado.
No nos tocábamos.
Sólo nos unía
esa sábana superior, tan desnuda, sin su cubre-cama, tan desnuda como nosotros.
Enredada entre sus piernas, me cubría a mí de la misma manera desordenada, con
el mismo patrón de altorrelieve griego. También a mí me llegaba hasta el pecho,
y también yo tenía el brazo que no estaba contra el colchón por encima del
canutillo.
El mío estaba, sin embargo, un
poco menos doblado, con la mano plana contra la cama justo debajo de la
almohada.
No podía parar de mirarlo. Quizá
habían pasado veinte minutos y yo seguía allí, desnuda; desnuda de cuerpo y de
mente, indefensa por y ante mi incredulidad, nerviosa por mi indefensión,
asustada por mi nerviosismo.
Sobrecogida y muda, de cansancio
y de miedo a despertarlo y que desapareciera mi única fuente de tranquilidad:
su respiración pausada y sus ojos en forma de media luna.
Me revolví entonces, casi
imperceptiblemente, casi ni yo misma me di cuenta.
Pero él sí.
Abrió lentamente los ojos,
parpadeó un par de veces. Contrajo los músculos de todo el cuerpo, tirando de
todos ellos, como un felino que acaba de despertar. Parpadeó todavía un par de
veces más y elevó las comisuras de sus finos labios, evidenciando una sonrisa
misteriosa y tímidamente descarada.
Me estremecí y contesté
parpadeando perezosamente, elevando también las comisuras de mis labios,
lentamente.
Estábamos muy cerca, pero no nos
tocábamos.
Estiró entonces los brazos, y pasando
uno a cada lado del cuerpo tiró de mí hacia él, suavemente, como insinuando que
me moviera yo. Evidentemente, obedecí.
Pegada a él, levanté la cabeza y
le miré. Entonces él me penetró de nuevo, esta vez con la mirada, y me acarició
con los ojos de esa manera que yo llevaba tanto tiempo, sin saberlo, echando de
menos.
En aquél momento bajé la mirada,
y apoyando la cabeza en su pecho me abracé a él y cerré yo los ojos, respirando
lentamente.
Respirando el aire de aquella
habitación céntrica y desnivelada, el aire que olía a cama deshecha, a
sinceridad, a amor y a música.
Nuria Ribas Costa
Nuria Ribas Costa
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