martes, 8 de julio de 2014

De sábanas y altorrelieve griego

Tenía los ojos entrecerrados. No entreabiertos, porque estaban más cerca de la paz del sueño que de la tajante realidad de la vigilia. Respiraba lentamente: llenando los pulmones con suavidad pero con ímpetu, dirigiéndose a la supervivencia con una impecable inhalación. Entonces, tras permanecer inmóvil unos segundos, exhalaba el aire al cual ya había robado todo el oxígeno necesario, desechando el resto de gases nocivos para su organismo. Hacía todo eso, un proceso vital de tal complicación técnica y científica, con una naturalidad y una poesía fantásticas.

Olía a cama deshecha. Las sábanas estaban arrugadas, sobre todo la bajera en la parte inferior de aquella cama de matrimonio anivelada. La almohada estaba doblada, dispuesta de forma serpenteante sin ningún tipo de orden o lógica en la colocación. La sábana  superior, falta ya de un cubre-cama que debió de haber aterrizado en algún momento de la noche a los pies del lecho, se enrollaba entre sus piernas dibujando su silueta sobre el colchón como si de un altorrelieve griego se tratara. Le llegaba, sin embargo, sólo hasta la altura del pecho, en el que la susodicha se enrollaba en una especie de canutillo desordenado.

Estaba tendido de perfil, y su brazo izquierdo descansaba, en un ángulo de treinta grados, encima de aquel trozo de sábana convertido en canuto. Su mano estaba cerrada, en forma de puño sin forzar, justo debajo de su rostro.

Y si bien el hecho de cerrar los puños recuerda a la paz de los bebés al dormir, era su semblante el que provocaba la más enternecedora sensación posible.

Su boca formaba una línea recta, que se levantaba ligera y casi imperceptiblemente en las comisuras. No eran unos labios carnosos, más bien al contrario: finos y poco seductores, recordaban a la sonrisa de un niño consciente de que acaba de cometer una travesura. La nariz, dividida en dos tonalidades a causa de la luz que se colaba por la ventana, arrancaba en la mitad exacta de su cara, justo entre los dos ojos, ahora ya cerrados.

Ninguna arruga ensombrecía sus facciones, convirtiendo aquel rostro en lo que habría podido ser una escultura perfecta. El pelo, por su parte, desafiaba toda la armonía de aquella cara dormida: despeinado y rebelde, un par de mechones sin orden cubrían su frente lisa.

Consciente de que era muy probable que no consiguiera volver a dormirme, me volqué sobre mi hombro derecho y traté de alcanzar mi teléfono móvil, que estaba en el suelo. Iluminé la pantalla para comprobar con espanto que sólo eran las nueve de la mañana. Aquella luz… Maldita luz que se colaba por la ventana. No estoy todavía segura de si fue su culpa o también yo misma contribuí, pero la cuestión es que no podía dormirme, ya era oficial.

Recordaba la noche pastosamente, pero aquella cama no. Aquella cama, el primer momento en que me senté en aquella cama, lo recordaba como si acabara de vivirlo, horas después de que ocurriera. Parecía como si la luz traicionera quisiera alejar de mí todo lo ocurrido aquella noche…salvo lo que pasó en esa habitación.

Dejé de nuevo el móvil en el suelo y me volqué sobre mi costado izquierdo, de cara hacia él.

Su pecho subía y bajaba lentamente. Su respirar era como una melodía silenciosa de calidad indescriptible, un poema de complicación conceptual y tal sencillez estructural que desconcertaba. A mí me desconcertaba: los nervios de saber qué haría al verme allí, al reaccionar, al recordar; contrapuestos a la tranquilidad que me daba estar tendida a su lado.

Nada de eso llegó a provocar siquiera que en mi mente se dibujara la posibilidad de marcharme en silencio, y es que estaba tan ansiosa por ver cómo me mirarían sus ojos que empecé a comprender que quizá fuera eso, y no la luz, lo que me había desvelado.

No nos tocábamos. 

Sólo nos unía esa sábana superior, tan desnuda, sin su cubre-cama, tan desnuda como nosotros. Enredada entre sus piernas, me cubría a mí de la misma manera desordenada, con el mismo patrón de altorrelieve griego. También a mí me llegaba hasta el pecho, y también yo tenía el brazo que no estaba contra el colchón por encima del canutillo.

El mío estaba, sin embargo, un poco menos doblado, con la mano plana contra la cama justo debajo de la almohada.

No podía parar de mirarlo. Quizá habían pasado veinte minutos y yo seguía allí, desnuda; desnuda de cuerpo y de mente, indefensa por y ante mi incredulidad, nerviosa por mi indefensión, asustada por mi nerviosismo.

Sobrecogida y muda, de cansancio y de miedo a despertarlo y que desapareciera mi única fuente de tranquilidad: su respiración pausada y sus ojos en forma de media luna.

Me revolví entonces, casi imperceptiblemente, casi ni yo misma me di cuenta.

Pero él sí.

Abrió lentamente los ojos, parpadeó un par de veces. Contrajo los músculos de todo el cuerpo, tirando de todos ellos, como un felino que acaba de despertar. Parpadeó todavía un par de veces más y elevó las comisuras de sus finos labios, evidenciando una sonrisa misteriosa y tímidamente descarada.

Me estremecí y contesté parpadeando perezosamente, elevando también las comisuras de mis labios, lentamente.

Estábamos muy cerca, pero no nos tocábamos.

Estiró entonces los brazos, y pasando uno a cada lado del cuerpo tiró de mí hacia él, suavemente, como insinuando que me moviera yo. Evidentemente, obedecí.

Pegada a él, levanté la cabeza y le miré. Entonces él me penetró de nuevo, esta vez con la mirada, y me acarició con los ojos de esa manera que yo llevaba tanto tiempo, sin saberlo, echando de menos.

En aquél momento bajé la mirada, y apoyando la cabeza en su pecho me abracé a él y cerré yo los ojos, respirando lentamente.


Respirando el aire de aquella habitación céntrica y desnivelada, el aire que olía a cama deshecha, a sinceridad, a amor y a música.

Nuria Ribas Costa

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