Se había recogido el pelo minutos
después de que dejara de llover y ahora se le había secado en forma de moño.
Decidió que tratar de luchar contra las fuerzas de sus cabellos era una empresa
sin sentido así que se apartó los mechones que le asaltaban el rostro con un
soplo y siguió andando. Aquello fue, sin embargo, otra empresa inútil pues el
viento soplaba demasiado regularmente en la dirección de su caminar y por mucho
recogido que llevara su cabeza parecía una fiesta de lianas.
Estaba oscuro y hacía un poco de
frío. Un frío de esos incalificables, pues acababa de empezar la primavera y
se suponía que aquella iba a ser una noche límpida y brillante, de esas en las
que, sorprendentemente, se ven las estrellas a pesar de estar en la gran ciudad.
Pero contra todo pronóstico, aquello era una burla de la naturaleza al
meteorólogo en toda regla.
Y ahí estaba la Luna, riéndose a
carcajadas de las pobres almas que todavía caminaban apresuradas por las calles
ese domingo.
Ella caminaba también, pero no
apresurada. De hecho, lo hacía a paso lento, acompasado. Un andar de estos que
seguro que en inglés se habría podido describir con una palabra, pero en
castellano se precisan de tres o cuatro adjetivos mínimo para esbozar una sombra
de aquél caminar.
Llegó a una plazoleta pequeña,
débil y ensombrecida, de trazos desordenados y luces enternecidas. Una de esas
plazas en las que desembocan los enamorados que van besándose cada dos pasos y
en vez de mirar adelante miran a los ojos de su pareja.
Ella tampoco miraba adelante,
pero no porque estuviera contemplando la pupila de alguien que la rodeara por
la espalda. No miraba adelante porque andaba sin rumbo, y había decidido
secretamente –e inconscientemente– llegar a ninguna parte.
Le pareció entrever una especie
de banco en la parte izquierda del claro urbano al que había ido a parar. Se
dirigió a él y se sentó en una punta. Después se quitó los guantes y abrió la
cremallera de su bolso de mano. Sacó una especie de neceser negro, cerrado con
un botón en la parte delantera. Lo abrió también y al hacerlo se le cayó un
paquete de boquillas al suelo.
Descruzó una pierna para
agacharse a recogerlo, volvió a incorporarse y esta vez dejó las piernas
juntas, sin cruzar, poniéndoles encima el bolso, el neceser y todo su
contenido.
Abrió el paquete de boquillas y
se puso una en la boca. Llevaba los labios pintados de rojo de manera desigual,
como si se hubiera esparcido con el dedo el resto del carmín que quedaba en el
tubo agonizante de pintalabios. Se puso la boquilla justo en el centro de la
boca, donde menos roja y más rota estaba la piel. Con las manos abrió entonces
el paquete de tabaco, y mientras colocaba una mano con la palma hacia arriba a
modo de mesa, con la otra cogió un poco del vicio de color siena y se lo colocó
encima.
Cerró entonces el paquete de
tabaco y después de colocar en forma de línea recta el contenido del cigarrillo
sobre su mano izquierda, sacó hábilmente con la derecha un papel fino y
semitransparente.
Lo colocó entonces encima de la
línea de tabaco de su otra mano y rápidamente le dio la vuelta, quedando el
contenido del cigarro sobre el papel translúcido del color de la Luna que le
hacía de foco. Con la mano que le quedaba libre se retiró de los labios la
boquilla, que se había teñido de rojo, y la colocó en un extremo del hilo de
tabaco que partía el papel en dos.
Entonces, con una técnica que
revelaba los años de experiencia, enrolló el pliego dejando un lateral al aire.
Se acercó el proyecto de cigarro
a los labios enrojecidos –que no rojos– y los entreabrió, a la vez que sacaba
la lengua y la movía de un lado a otro del papel. Lo hizo sólo una vez, lentamente,
como si acariciara la piel de una hipotética pareja.
Se separó el cigarrillo de la
boca y pegó la franja de papel que le quedaba al resto del canuto.
Lo posó de nuevo sobre sus labios
y lo dejó allí mientras recogía todo el material empleado en la empresa y lo
metía en el bolso.
Sacó del bolsillo derecho de su
cazadora un paquete de cerillas, pequeño y medio roto, lo abrió y sacó una. La
encendió, y mientras tapaba la llama con la mano izquierda, acercó la madera
con la derecha a la punta del pitillo que reposaba en su boca. Cuando éste hubo
prendido, agitó la mano para extinguir la llama y lanzó el trozo de madera al
suelo, que cayó sobre la piedra helada con un repiqueteo que estremeció la
plaza, al no oírse nada más en aquél enclave que el respirar del aire.
Se puso los guantes, se recostó
en el respaldo del banco y chupó el cigarro haciendo brillar la punta. Lo cazó
entonces entre el dedo índice y el corazón de su mano izquierda y mientras lo
despegaba de sus labios rojos, espiró.
Soltó el humo lentamente, tiñendo
la noche de gris y dibujando en el aire. Mirando al infinito repitió la empresa
un par de veces.
Tenía el rostro enmarcado por un
par de mechones que el viento traicionero del callejón por el que había llegado
hasta allí le había arrancado del moño. Éste seguía quieto, pero despeinado, en
la parte trasera de su cabeza.
Aún en la noche y con la poca luz
de una tímida Luna, se entreveía el color de su pelo: un dorado curtido a
partes iguales por el sol y por el descuido. Las puntas estaban todas abiertas,
y los cabellos que se habían precipitado fuera del recogido daban la impresión
de estar quemados y ser escuálidos.
Como toda ella.
Era larga y fina,
como una línea recta bien dibujada. No tenía casi pechos y sus extremidades
eran peligrosamente delgadas. Las muñecas no se le veían, pero se adivinaba un
vacío considerable dentro de los guantes a la altura de la articulación.
Los tobillos, sin embargo, sí que
se entreveían, pues llevaba unos pantalones ligeramente arremangados y unas
zapatillas bajas, de cordones, que en algún momento fueron blancas.
Se acercó de nuevo el cigarrillo
a la boca. Chupó. Retuvo. Espiró.
La piel de sus guantes reflejaba
la poca luz que iluminaba la noche.
Ya no corría ni una gota de
viento. El ambiente era húmedo. Espiró.
Se estremeció.
Cruzó los brazos.
Todavía tenía carmín en los
labios, pero la mayoría se lo había robado el cigarrillo que agonizaba ya en su
mano izquierda.
Se quedó quieta entonces, escuchando
atentamente.
Era un sonido sucio. Desatendido
y débil. Acuático e imprudente, como secuestrado en el fondo de un barril y
condenado al chillido anti-armónico.
Era una melodía masticada y
difusa, como si la plazoleta oscura en la que se encontraba lo aplastara con la
mirada.
Venía de un rincón indeterminado.
Llegaba a través de las piedras del suelo y los agujeros.
Salía de debajo de la
fuente apagada y seca del medio del claro urbano. Aterrizaba sobre su piel
gruñendo agudamente.
Tenía los ojos, azabaches como la
noche, vidriosos. El cigarrillo humeante se había quedado a medio camino entre
la boca –de la que el pintalabios sólo cubría ya las sorprendentemente
atractivas arrugas– y la nada. Su piel blanca se había encendido.
Descruzó las piernas y se encogió
sobre ellas, escondiendo la cara entre los guantes de piel. No sollozaba. Sacó
de dentro de sí un aullido terroríficamente silencioso.
Dio una última calada al cigarrillo,
que murió al instante.
Apareció entonces una cortina de
humo que se escurría por entre las rendijas de sus dedos, dibujando el aire y
tiñendo la noche de un gris difuso y triste.
Y aulló. Empezó como un murmullo
débil, casi inaudible, etéreo e inapreciable. Pero reconocible.
Seguía a la armónica. Porque era
una armónica. Vieja y destartalada, roñosa y afónica, que marcaba sinuosa un ritmo más que legendario.
Afónica como su voz.
Se descubrió entonces el rostro y
mirando al cielo rescató de lo más hondo de su garganta una nota.
Tosió.
Y regresó entonces su voz. Una
voz negra como aquella noche lluviosa de primavera traicionera.
Una voz traicionada y perdida, chiflada y cuerda al unísono convirtiéndose en la patente de la desdicha en aquel crepúsculo.
La armónica sonaba sucia, y ella,
encogida mirando al cielo, marcados los huesos y venas de su cuello, cantó por
vez primera en mucho tiempo mientras del azabache de sus pupilas asomaban gotas
de amargura.
In my solitude you haunt me
With reveries of days gone by
In my solitude you taunt me
With memories that never die
I sit in my chair
Filled with despair
Nobody could be so sad
With gloom evrywhere
I sit and I stare
I know that Ill soon go mad
In my solitude
Im praying
Dear lord above
Send back my love
Alternative lyric:
In my solitude you haunt me
With reveries of days gone by
In my solitude you taunt me
With memories that never die
I sit in my chair
Im filled with despair
Theres no one could be so sad
With gloom evrywhere
I sit and I stare
I know that Ill soon go mad
In my solitude
Im praying
Dear lord above
Send back my love
Nuria Ribas Costa
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