Digamos que es un día de esos de
verano en que hasta las cigarras se cansan de cantar por el calor. Digamos que
te duchas, y que tres segundos después de salir de la ducha vuelves a estar
empapado. De sudor. Pegajoso sudor. Digamos que todavía no has comido. Digamos
que has cerrado las ventanas de tu casa porque es preferible que no entre el
aire infernal. Digamos que estás solo. Digamos que son las dos de la tarde,
pero tú no sabes qué hora es.
Se le habían roto los labios. Ese
acontecimiento tan molesto que dificulta cualquier intento de sonrisa y que
acaba haciendo que te parezcas a una serpiente, sacando la lengua cada tres
segundos, mojando artificialmente la piel rasgada para alejar el dolor
momentáneamente, sabiendo sin embargo que tal empresa acabará siendo en vano.
Se le habían roto los labios pero
no tenía cacao en casa. Recordó entonces que una amiga suya le había dicho una
vez que el aceite hacía la función de protector labial (o cutáneo, o tal vez
fuera otra clase de protección, o quizá ni protegiera, oye) pero se lo puso
igual. Difícil fue entonces no lamer y relamer. El aceite le recordaba a su infancia,
a la abuela gritándole a papá que había cinco quilos más de aceitunas que el
año anterior, a papá gritando que se iba a buscar más sacos, a mamá subiendo
con una bandeja de ensaimada y flaón.
Se le habían roto los labios y le
dolían. Le dolía todo el cuerpo, pensándolo mejor. Se levantó de la silla y se
dirigió a la cocina, a comprobar que la puerta estaba bien cerrada. Hacía
viento, ese viento veraniego, odioso porque ni refresca ni deja refrescar, que hacía
tambalearse los cristales inamovibles de las ventanas. Menos mal que no era
aquello Zaragoza, se dijo.
Se le habían roto los labios pero
para mirar fotografías no le hacían demasiada falta, así que se alegró. Parecía
que oía la voz de Marc Lavoine escalando tímidamente el oído externo, luego el
interno, y luego las ramificaciones sanguíneas hasta su corazón. Parecía
exactamente eso cuando pasaba las páginas de uno de sus libros favoritos. Era
una de esos grandísimas publicaciones de tapas duras, con cubierta de papel de
quita y pon (tan incómoda, que siempre le había parecido que solo servía para
incordiar, una trozo de papel plastificado con una bonita imagen en la parte delantera,
que abrazaba el libro con ligereza y dejaba a éste bien desnudo al
desaparecer). Esa joya era un recopilatorio de imágenes de Berlín, París,
Bruselas, Barcelona, Viena, Londres… Ciudades europeas, hablando cada una en su
idioma, guiñando cada una el ojo con su luz, mostrándose cada una desnuda y
fría, y cálida y templada, y triste y alegre, y roja, azul, violeta, verde,
magenta, amarilla, gris o roja. Roja como los días fatales de Audrey en
Desayuno con Diamantes.
Se pasó la lengua por los labios.
Rojos también ellos como los de Audrey. Lavoine y su lírica seguían escalando.
Sin tropezar. Aquel día tocaba París. Topó de frente con una foto desenfocada
de un helado en forma de flor. “Montmartre”, rezaba el pie de foto. Se relamió
los labios otra vez. Quién sabe si por dolor o anhelo, si por la nostalgia que
de pronto le asaltó, si por el dolor contenido, o el aburrimiento disfrazado de
paz, o la paz disfrazada de tristeza.
Pasó la página. Era esta vez la
foto de un café señorial de esos que flanquean el Sena, con sus Bateaux Mouches
que parecen sacados de la Revolución Industrial y conservados, aún hoy, en una
bola de cristal, hechizada contra el paso del tiempo. Había una sombra negra en
movimiento, en la parte izquierda de la imagen. Era una sombra no homogénea. En
la parte superior, redondeada, se diría un gris como de nube de tormenta;
seguida después de un pálido blanco y a continuación un negro puro, brillante,
negro azabache impenetrable.
A duras penas pasó la página de
nuevo. Y allí estaba, majestuosa y noble, la Dama de Hierro. Je
dors dans tes hôtels, J'adore ta tour Eiffel, au moins elle, elle est fidèle...
Pasó rápido esta vez. Y ahí
estaba, su favorita. Pequeña, en un rincón, como si el retrato del Moulin Rouge
que ocupaba las tres cuartas partes de aquella hoja pudiera incluso soñar en
quitarle protagonismo. Pero no. Diminuta, oscura, gastada, manoseada. Era una
paleta de pintor, no demasiado grande, pero manchada hasta en sus laterales,
con tres millones de colores distintos, materializados en aquel libro en
infinitos tonos de gris, condenados al hambre de luz pero inmortalizados a
cambio en un París sin edad.
Se pasó la lengua por los labios,
esta vez lentamente. Sabía salado.
Se sorbió la nariz.
Tenía cosquillas en una mejilla.
Se sorbió la nariz de nuevo.
Hizo una mueca, se tapó la cara
con las manos, con la palma hacia dentro.
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de
llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que
insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u
ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido
espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el
llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar,
dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por
haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato
cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no
entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando
ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del
saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media
del llanto, tres minutos.
Julio Cortázar, Instrucciones para llorar
Nuria Ribas Costa
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