Cuando mi padrino se enteró de
que Angela Merkel había hecho algo así como criticar la hora de la siesta, respondió con su quietud habitual y su semblante
imperturbable que “habría que poner a la señora Merkel a caminar un par de
calles de Jaén a la hora de la siesta, a ver si le parecía entonces tan
prescindible.”
Un poco más al noreste de Jaén,
en una isla del Mediterráneo pervertida por las macro-discotecas y los guiris
borrachos, es igualmente criminal hacer otra cosa que no sea descansar, a la
sombra y lejos del ajetreo, de tres a cuatro de la tarde. Y lo dice una persona
cuyos amigos apodan La Mujer Torbellino.
Existe en mi lengua materna, el
catalán, un concepto que me define a la perfección: cul-remena, término cuya traducción al castellano dista mucho de
ser comprensible. Ante tal dificultad decido que la mejor manera de definirme
es con una mera descripción: mi problema –o virtud– es no estarme quieta,
siempre tener la imperiosa necesidad de hacer algo. Con la mente, con el
cuerpo, o con ambas cosas a la vez.
Por eso la hora de la siesta, he
de confesar, no es una costumbre de la que yo pueda hablar con conocimiento de
causa. Sin embargo, en verano –esa bochornosa y agotadora estación en la que
hasta las hojas de los árboles sudan mientras soportan trabajosamente el cantar
de las cigarras– consigo en ocasiones entregarme al maravilloso momento de
descanso que la Señora Merkel tan indecentemente criticaba.
Así pues, estaba yo esta tarde
paseándome entre las páginas de EL PAÍS que mi madre acababa de dejar sobre la
mesa cuando topé con la sección de Opinión. Por inercia casi, me he detenido a
leer el editorial (la segunda parte del mismo) que trataba sobre un emergente
Brasil cuyo movimiento social calificaban el otro día en Ondacero de “necesario
y normal” fruto, no de la crisis, sino del crecimiento. Recuerdo que pensé que
era de lo más curioso que, en este contexto de retorcijones sociales (los
móviles de los cuales distan mucho de ser acontecimientos beneficiosos) uno de
los movimientos ciudadanos sí fuera causado por un avance en un país.
Pero aburrida –de la temática,
quizá, siempre la misma– he apartado perezosamente la vista, que se ha parado,
cara a cara, con un título que mi profesor de redacción habría, muy
probablemente, calificado de válido por el juego de palabras, pero que yo, sin
duda, he calificado de poco sabroso.
He empezado a leer entonces Crítica a la crítica, de Fernando
Aramburu, y confieso que el texto daba mucho más de sí que el título. Con un
discurso culto y unos términos precisos, Aramburu describía la difícil tarea del
crítico literario, desvirtuando a aquellos que, en nombre de no-se-sabe-qué,
pervierten tan noble oficio al servicio de favores, muy frecuentemente económicos.
Entonces constataba (y esta es la frase que EL PAÍS mismo convertía en
destacado) que “merece algo más que aplauso, merece agradecimiento el crítico
que hace apetecibles las obras valiosas; aquel que no se limita a descifrar con
adusta terminología de profesor, sino que se toma la molestia de transmitir
entusiasmo”.
Estaba yo pensando en esa idea
mientras continuaba mi paseo de papel cuando ha aparecido el suplemento
cultural de los sábados en EL PAÍS, Babelia,
delante de mis narices. Confieso que me siento un tanto culpable por no ser una
experta en dicho suplemento, más que nada porque los trabajos periodísticos que
más me atraen son siempre los relacionados con la cultura.
Con ojos curiosos he ido pasando
las páginas, y para mi sorpresa y admiración la gran parte de las mismas
estaban ocupadas por críticas de libros. Un curioso paralelismo con la idea de
Aramburu que se arrastraba perezosa en mi mente desde hacía ya un rato.
Un bien escogido contrapunto de
imágenes y un formato atractivo a la vista, prudentemente separado de la
habitual configuración de la información que hace pensar al lector que ya está
lejos de las malas noticias, crean en Babelia una atmósfera de conocimiento, un
caldo de cultivo del gusto y la subjetividad.
Decía Aramburu que merecen más
que un aplauso quienes hacen apetecibles obras literarias valiosas. Pero
quienes hacen apetecibles a los creadores mismos de dichas obras merecen, entonces,
más que ovaciones. Es este el caso del último artículo del Babelia de este
sábado 13 de julio, titulado Comulgar con
una empanada de lamprea y escrito por Manuel Vicent.
Quizá sea su segundo nombre –el mismo
que el de mi padre– o sus títulos apetecibles. Sea como sea, lo cierto es que
los textos de Manuel Vicent son algunos de mis rutinarias lecturas en EL PAÍS.
Acostumbrada a ver su rostro en la contraportada del periódico, esta repentina
aparición en Babel me ha sorprendido.
-Crítica a la crítica, Fernando Aramburu: http://elpais.com/elpais/2013/07/09/opinion/1373364033_999927.html
-Comulgar con una empanada de lamprea, Manuel Vicent. Página 19 suplemento Babelia, EL PAÍS Edición Impresa
Nuria Ribas Costa
Haig de dir que el que diu Aramburu em sembla, si més no, absurd. M'estàs dient de debò que té més mèrit una persona que es dedica a criticar que no pas una que crea, amb tots els maldecaps que això comporta? De tot cor, no ho crec.
ResponderEliminarSigui com sigui m'ha agradat molt el text Núria, ole tu.