Hace frío. Es invierno.
1949. En un salón de baile de Twist, en Arkansas, un joven negro de 24 años
manosea una guitarra Gibson acústica. Hace tanto frío que han encendido un
barril medio lleno de queroseno, a modo de chimenea, para calentar el ambiente.
Para que los pies de los potenciales bailarines, helados, bailen.
De repente dos hombres se
pelean. Puñetazo. Patada. Salto. Caída. Golpean el barril. El queroseno cae. El
suelo arde. La gente corre. Evacuación.
Todo el mundo queda a
merced del viento helado, pero entonces el joven negro se da cuenta de que no
tiene Gibson. Mira el salón de baile. Arde casi en su totalidad. Le gritan pero
él arranca a correr y se mete por la primera abertura que encuentra.
El ruido del fuego es
ensordecedor. El humo llena el salón. Caen vigas. El joven tose. Se agacha.
Corre. Pero la encuentra. Preciosa e indefensa, su Gibson acústica en el
escenario.
Asiendo la guitarra
deshace el camino hasta la seguridad de la intemperie, recibido por gritos que
lo tachan de loco. Ellos no entienden.
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-Eh, ¿quieres saber una cosa?
-¿Qué?
-Los tíos de ayer se peleaban por una mujer.
-No me digas…
-Ya lo creo. Se llamaba Lucille.
-¿Cómo?
-Que la mujer por la que se peleaban los hombres se
llamaba Lucille.
Silencio. Gira la cabeza y mira con cariño a la Gibson
acústica que olía a fuego y humo. Sonríe y murmura.
-Hola, Lucille.
********
A Lucille le tiembla la
voz al hablar. Escupe murmullos, vibratos cuidados y sensibles. Se mezcla
fabulosamente con una batería, con un bajo, con una trompeta con sordina. Unos
dedos anchos y grandes, con vistosos anillos, la acarician. Fluyen sus cuerdas
con sus manos y sus voces se unen.
Él está sentado. Es tan
grande, tan imponente, tan moreno. Sigue mimando a su chica. Y hace muecas de
dolor cuando ella gime, y se estremece, y le falla la voz. Él balancea la
cabeza de un lado a otro. Cierra los ojos y aprieta los párpados. Le caen
enormes goterones de sudor que le enmarcan el rostro, haciéndolo brillar.
Pero él ya brilla con luz
propia. Mueve tan rápido los dedos que cualquier persona en su sano juicio
quisiera ser acariciado por ellos. Pero él sólo tiene manos para una. Sólo
tiene oídos para una. Sólo tiene ojos para una.
Y ahora cierra los ojos
porque Lucille llena el aire. Alargando sus gritos serpenteantes, metálicos,
ecos. Chillido agudo. Batería, redoble. Lucille se enfada, se eleva, preciosa,
potente, imponente.
Él se levanta con ella.
Frunce el ceño. Abre la boca. Y gime en silencio, con ella.
Crescendo, murmullo,
aplauso.
Y Lucille es la reina. En
brazos del rey.
Y tú cantabas, rey, con la
boca torcida y los ojos cerrados, que
Lucille te había salvado la vida un par de veces.
Y yo susurro, Riley B.
King, descalza y dolorida, que los reyes no mueren.